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Agarró al señorito por el medio del cuerpo y lo echó al hombro con la misma facilidad que si fuese un canastillo de cerezas. Salió de la huerta, cruzó el pueblo rápidamente y entró en el camino de Vegalora. Pronto apareció en el puente y lo atravesó como una saeta.

Después de esfuerzos inauditos, consiguiose, por fin, sacar del armario el famoso frasco y con él un antiguo vasito de plata completamente abollado, el vaso que Mauricio usaba cuando era pequeño. Me lo llenaron de cerezas hasta el borde, ¡le agradaban tanto a Mauricio las cerezas! Y al servirme el viejo me murmuraba al oído con aire golosón: ¡Es usted muy dichoso pudiendo comerlas!

¿Quién ha de ser? El domador. ¡Ah! ¿Pero eres de aquí? ¿Y no sabes pasar? Si no dices a nadie nada ya te pasaré. Yo también te traeré cerezas. ¿De dónde? Yo donde las hay. ¿Cómo te llamas? Martín, ¿y ? Yo, Linda. Así se llamaba la perra del médico dijo poco galantemente Martín.

Ni carece tampoco, en la estación oportuna, de cerezas garrafales de Carcabuey, de peras de Priego, de melones de Montalvan, de melocotones de Alcaudete, de higos de Montilla, de naranjas de Palma del Río, y aun de aquellas únicas ciruelas, que se dan sólo en las laderas del castillo de Cabra; ciruelas, dulces como la miel, que huelen mejor que las rosas.

Con la boca llena de cerezas, y de lo alto de las ramas, exclamó que las gotas de agua brillaban en mis hermosos cabellos como un aderezo ideal, y que en su vida había visto nada más lindo. Y Susana, que pretende que es un hombre como otro cualquiera me decía yo, ¿cómo es posible ser tan tonta? Volvimos a la sala, donde se hizo una gran fogata para secarnos.

Es fama que el 26 de abril de 1784 el virrey don Agustín de Jáuregui recibió el regalo de un canastillo de cerezas, fruta a la que era su excelencia muy aficionado, y que apenas hubo comido dos o tres cayó al suelo sin sentido. Treinta horas después se abría en palacio la gran puerta del salón de recepciones; y en un sillón, bajo el dosel, se veía a Jáuregui vestido de gran uniforme.

Sus azules ojos de vidrio brillaban inmóviles con más fulgor que la pupila humana. Sus cabellos, de suavísima lana rizada, podían compararse, con más razón que los de muchas damas, á los rayos del sol; y las fresas de Abril, las cerezas de Mayo y el coral de los hondos mares, parecían cosa fea en comparación de sus labios rojos.

«¡Bendito Dios!... Si parecen caníbales... No nos toquéis... La culpa no tenéis vosotros, sino vuestras madres, que tal os consienten... Y si no me engaño, estos dos gandulones son tus hermanos, niña». Los dos aludidos, mostrando al sonreír sus dientes blancos como la leche y sus labios más rojos que cerezas entre el negro que los rodeaba, contestaron que con sus cabezas de salvaje.

No; ha sido él que ha entrado. Mentira. Has sido . Confiesa o te deslomo. , he sido yo. ¿Y por qué? Porque me ha dicho que me traería cerezas. Ah, bueno y el domador se tranquilizó , que las traiga, pero si te las comes te hartaré de palos. Ya lo sabes. Martín, al poco rato, volvió con la boina llena de cerezas.

El mundo de las ciencias se halla lleno de fenómenos visibles producidos por causas desconocidas. ¿Por qué la señora de L..., a quien conocéis como yo, tiene en el hombro izquierdo una cereza perfectamente pintada? ¿Es, acaso, como dicen, porque, hallándose encinta su madre, sintió ésta grandes deseos, que no pudo satisfacer, de comerse una cesta de cerezas expuestas en el escaparate de Chevet? ¿Qué artista invisible ha dibujado esta fruta sobre el cuerpo de un feto de seis semanas, del tamaño de un langostino mediano? ¿Cómo explicar esta acción especial de lo moral sobre lo físico? ¿Y por qué la cereza de la señora de L... adquiere cierta tumefacción y sensibilidad en el mes de abril de cada año, cuando están flor los cerezos?