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No siéndoles fácil verse con tanta frecuencia como ellos desearan, acabaron por establecer, para su uso particular, un servicio de correos. La iniciativa fue de Pepe: el cartero merece capítulo aparte.

Al día siguiente estuvo en la secretaría del Casino, averiguó dónde vivía don Juan, fue a su casa, esperó al cartero, le siguió hasta Correos, y mostrándoselo a otro cartero amigo suyo que allí estaba, hizo que éste preguntase a su colega dónde dejó encargado don Juan que le remitiesen las cartas que para él llegaron. La respuesta fue satisfactoria: 12, rue de Rochechouart, París.

Vestía una falda de diversos pedazos bien cosidos y mejor remendados, mostrando un talle recto, liso, cual madero bifurcado en dos piernas. Tenía actitudes de gastador y paso de cartero. Era mujer de buena índole, aunque de genio tan turbulento y díscolo, que nadie que junto a ella estuviese podía vivir en paz. No había tenido hijos ni había sido casada.

Con diez ú once canoas esquifadas La vuelta el malvado, procurando Que no esten las personas recatadas, Mas antes las ocupa rescatando. No quiero referir, pues, cuan turbadas Lo estaban, segun supe, y cuan temblando: Mas con todo se dieron tanta maña, Que no quajó el cartero su maraña.

Un día, cuando según los cálculos más probables, ya se aproximaba la catástrofe que horrorizaba a la Valcárcel, y en opinión de don Basilio se debía estar preparado a tenerla encima de un momento a otro, Reyes se encontró en el portal de su casa, al salir, con el cartero. No traía más que una carta.

Tal fue el cartero que escogió Pepe para asegurar su correspondencia con Paz, ocultándola, por supuesto, que él trabajaba en la misma imprenta donde aquél era aprendiz. Si te pido que me hagas un favor, ¿podré contar contigo? le dijo un día Pepe. Mande Vd. lo que quiera repuso el futuro cajista. La cosa ha de quedar entre y yo; no quiero que nadie lo sepa, ¿entiendes? Ni el señor Millán.

No, no; si tengo yo. Tome usted. Las cuentas claras. Tome usted. Y le entregó una pieza de dos cuartos. Sobra uno, señorito; queda en cuenta, ¿eh?, para mañana. Ya que usted es tan puntual, yo también.... ¡No, no!, de ninguna manera. Quédese usted con el otro o delo a un pobre. El cartero se fue riendo. Riéndose va de pensó Bonis ; ¡creerá que he querido comprar su silencio con dos maravedís!

De mi hermano no una palabra: ignoro por completo su paradero. ¿A quién dirás que tuve el alegrón de abrazar ayer? A nuestro cartero; al fiel y nunca bien alabado Pateta, que está hecho un veterano. Dos días ha andado perdido por los montes, con otro compañero, después de ser sorprendido y derrotado el destacamento de que formaba parte. Cuentan cosas horribles.

Los hechos hablarán. A la mañana del octavo día, el cartero me trajo un sobre, con los bordes dorados... escrito por ella... Al principio me sobrecogió un gran miedo, y los ojos se me llenaron de lágrimas. Me dije: «Ya está, querido amigo, te han mandado el hoyo...» Pero, en seguida, sentí una gran tranquilidad.

Se acabó la interminable charla que zumbaba en los oídos de la joven empleada; se acabaron los sempiternos discursos tan difíciles de escuchar haciendo una suma. ¡Ay! ya no había que temer errores en las cuentas; sólo turbaba el pesado silencio el ruido monótono del reloj y la ronca voz del cartero, y las palabras más afectuosas y las más tiernas caricias no lograban arrancar a la enferma más que una sonrisa pálida y lánguida.