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A la misma puerta del templo parábase de cuando en cuando una berlina blasonada, y lentamente se apeaba de ella una dama; cuanto más poderosa menos engalanada, mostrando en los ojos la soñolencia que deja el trasnochar, y en el rostro marchito las huellas ardorosas de la atmósfera de las fiestas.

Una ráfaga de locura hereditaria y perversa parecía conmover a los habitantes de la casona, y los vecinos de la comarca miraban siempre con supersticioso respeto aquella vivienda blasonada. Se contaba que doña Rebeca había sido muy desgraciada en su matrimonio. Casó con un plebeyo, buen mozo y pobre, único pretendiente que le deparó la fortuna.

La vista de aquella fachada con grandes huecos, el portal enarenado y lleno de tiestos, el arranque de la escalera alfombrada, el farolón monumental y, sobre todo, la grave figura del portero augustamente envuelto en un levitón con cada botón como un platillo, y con gorra de cinta blasonada, aquel conjunto de señorío rancio y fortuna segura, le dejó estupefacto. «¡Qué barbaridad!

Penetró en el zaguán, y acercándose casi respetuosamente al portero, de suntuoso levitón y gorra blasonada, le preguntó: ¿La señora de Martínez? No vive aquí. ¿Cómo? Que no es aquí. , hombre; una señora joven y guapa que se llama doña Cristeta. ¡Acabara usted! , señor. Segundo patio, escalera interior, piso tercero. ¿Está usted seguro? ¿Quedrá usted saber de la casa más que yo?

LA GENERALA. Una vieja pava blasonada, amiga de la condesa de los Charmes, a la que han nombrado presidenta, mientras que la condesa, que ha prestado su palacio, y yo, que he obtenido el apoyo del Gobierno militar, no somos mas que vicepresidentas... ¡Y pensar que sin no hubiéramos tenido un solo herido...! SITA. ¿De veras...?

En la plaza de la blasonada ciudad nada había variado: la Parroquia estaba intacta, igual, como la dejé diez años antes, con su graciosa cúpula de azulejos, su torre arruinada, abriéndose al peso de sus campanas «ponderosas», como decía don Román la yerba crecida en el cementerio; el frontis del templo, festonado con espontáneos helechos que a lo largo de las cornisas lucían sus palmas séricas, y coronaban con gallardos plumajes el susodicho blasón que los villaverdinos ponen en todas partes.

Un arquitecto condecorado con muchas órdenes extranjeras, y que además ostentaba el título de «Consejero de Construcción», era el encargado de modernizar el edificio medioeval sin que perdiese su aspecto terrorífico. «La romántica» describía por anticipado las recepciones en el tenebroso salón, á la luz difusa de las lámparas eléctricas que imitarían antorchas; el crepitar de la blasonada chimenea, con sus falsos leños erizados de llamas de gas; todo el esplendor del lujo moderno aliado con los recuerdos de una época de nobleza omnipotente, la mejor, según ella, de la Historia.

Porras, especie de Veuillot villaverdino, cobró alientos, apuró su ciencia, y extremó sus sátiras contra los que él llamaba «destructores de la unidad religiosa de la blasonada Ciudad». Se armó el zípizape; Villaverde tuvo con qué entretenerse cada domingo, y las cosas subieron a tal punto que a poco se llegan a las manos los exaltados contendientes.

Ya ustedes ven que, para raquero, no podía tener más blasonada ejecutoria. Su infancia rodó tranquila por todos los escalones, portales y basureros de la vecindad. No hay contusión, descalabro ni tizne que su cuerpo no conociera prácticamente; pero jamás en él hicieron mella el sarampión, la alfombrilla, la grippe, la escarlata ni cuantas plagas afligen á la culta infantil humanidad.