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Así no consiguen nunca lo que desean y viven condenados al perpetuo alcaldazgo de don Basilio, conspicuo villaverdino, reflexivo y listo, que intriga más de lo que parece y que sabe más de lo que suponen sus paisanos. Estos son muy celosos de sus glorias y admiradores fidelísimos de sus hombres ilustres.

Sólo una vez, por mayo o junio, no recibí el dinero en los primeros días del mes. Escribí; y vino orden para que un villaverdino ricacho, de años atrás establecido en la Capital, me diese veinticinco duros. Por Andrés vine en conocimiento de que entonces vendieron la casita, la hermosa casita en que nací, donde murió el abuelito, donde murieron mis padres.

Me pasó lo que a los gastrónomos: principian por gustar de los buenos platillos, y acaban por invadir la cocina y preparar ellos mismos los guisos predilectos. A fuerza de leer versos me dió por hacerlos. Malísimos salieron los míos, a juzgar por lo que dijo de ciertos sonetos un periódico villaverdino.

De entre aquella cordillera de olvidados expedientes, de los cuales hasta sus dueños habían perdido el recuerdo, y aglomerados allí por la contumaz procrastinación del ilustre Papiniano villaverdino; de entre aquella balumba de papeles amarillentos y polvorosos surgía un crucifijo, un cristo de talla, hecho en Guatemala, al decir de don Juan.

Puede afirmarse que todo villaverdino, al meterse en la cama por la noche, sabe de cualquiera de sus paisanos cuántas cucharadas de sopa se engulló ese día, así se trate del vecino más conspicuo como del bracero más humilde. Villaverde no pasará nunca de perico perro. ¡Qué ha de pasar!

En el cuadrante un clérigo melancólico, pensativo, fumando, como un árabe delante de su tienda; en el corredor baja de las Casas Municipales un policía haraposo, con el fusil al hombro, paseándose; y allá por la Calle Real, centro del miserable comercio villaverdino, una recua, un pordiosero, y el doctor Sarmiento, muy de prisa, echado el sombrero hacia la nuca; figura invariable, tipo eterno del médico de las poblaciones cortas.

Alardean de recibir bien al extraño; pocas veces alaban y ponderan las cosas de la tierra, antes por el contrario las apocan y menosprecian; miran con indiferencia cuanto hay en la ciudad: la belleza de los campos y la hermosura de las mujeres; critican acerbamente cuanto tienen; fingen que nada de otras partes les sorprende; y podéis, con toda libertad, hacer trizas cualquiera cosa de la tierra en presencia de un villaverdino, seguros de que no dirá nada en contrario, antes bien, acentuará la nota burlesca.

No simpatizábamos con ninguno de los partidos contendientes; odiábamos las luchas de la política, y los mejores artículos de Zarco o de Aguilar y Marocho, y los más elocuentes discursos de Montes o de Zamacona, no valían para nosotros lo que un sonetito mediano publicado a la zaga de cualquier periódico villaverdino.

Mi hombre prosiguió: Amigo: ¡sepa usted que en esa materia no le temo a nadie, ni a López su maestro de usted, que lo vale, lo vale para eso de los tiquismiquis gramaticales! Larga y erudita polémica tuvimos él y yo. Escribimos más que el Tostado. Román decía que debe decirse «villaverdino»; yo, que debemos decir «vilarverdino». La victoria fué para .

Porras, especie de Veuillot villaverdino, cobró alientos, apuró su ciencia, y extremó sus sátiras contra los que él llamaba «destructores de la unidad religiosa de la blasonada Ciudad». Se armó el zípizape; Villaverde tuvo con qué entretenerse cada domingo, y las cosas subieron a tal punto que a poco se llegan a las manos los exaltados contendientes.