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Actualizado: 20 de octubre de 2025


Debió asustarle aquella cara angulosa y pálida, con una blancura de papel mascado; le causó miedo la extraña vestidura de pielroja y huyó, sacudiendo sus plumas como para librarse del vaho de sepultura y lana podrida que exhalaba la reja. El único rumor de vida era el de los compañeros de cárcel que paseaban por el patio.

Ahumaba la planchadora, o por mejor decir, despedía un vaho sutil y punzante que Miguel aspiraba embriagándose sin darse cuenta de ello.

Toda esta gente, comiendo, bebiendo y gesticulando, levantaba el mismo rumor que si la plazoleta estuviese ocupada por un avispero enorme, y en el ambiente flotaban vapores de alcohol, un vaho asfixiante de aceite frito y el penetrante olor del mosto, mezclándose con el perfume de los campos vecinos. Batiste se aproximó finalmente al gran corro que rodeaba á los de la apuesta.

Con efecto: se les despierta temprano, se les lava, se les viste y pone encima todo lo nuevo, caro y precioso que tienen, botines de seda, enormes sombreros, trajes de lana, de seda ó de terciopelo sin dejar cuatro ó cinco escapularios pequeños que llevan el evangelio de S. Juan, y así cargados los llevan á la misa mayor que dura casi una hora, se les obliga á sufrir el calor y el vaho de tanta gente apiñada y sudorosa, y si no les hacen rezar el rosario tienen que estar quietos, aburrirse ó dormir.

Cada uno se echó bajo un algodonero, acompañando con su jadeo los golpes sordos de la azada. Entretanto el calor crecía. En el paisaje silencioso y encegueciente de sol, el aire vibraba a todos lados, dañando la vista. La tierra removida exhalaba vaho de horno, que los peones soportaban sobre la cabeza, rodeada hasta los hombros por el flotante pañuelo, con el mutismo de sus trabajos de chacra.

Al través de las vidrieras de Barbacana penetraba, junto con el sonido de los hórridos instrumentos y descompasada gritería, vaho vinoso, el olor tabernario de aquella patulea, ebria de algo más que del triunfo. El arcipreste se enderezaba los espejuelos; su rostro congestionado revelaba inquietud. El cura de Boán fruncía el cano entrecejo. Don Eugenio se inclinaba a echarlo todo a broma.

Hacía un calor espantoso; el cielo ardía implacable, sin una nube, como una cúpula roja; no se movía ni una brizna de viento; las velas, desinfladas, caían a lo largo de los palos; el mar, como un cristal fundido, reverberaba una claridad tan cruel que le dejaba a uno como ciego. En la cubierta, la brea se derretía; los pies se nos quedaban pegados; hacía un vaho de calor imposible de resistir.

¿A la iglesia? dijo sorprendido. Entre ellos era costumbre confesarse en casa. Está bien. No hay inconveniente. Pide al ama la llave, y espérame allí. No tardaré. ¡Pluguiera a Dios que hubiese tardado más! Y sobre todo, pluguiérale que hubiera tenido tiempo a lavarse bien. Porque el teólogo despedía de un vaho de matadero que derribaba.

Por las ventanas entreabiertas penetraba el vaho cálido y soñoliento de la solanera, algún lejano repique de las campanas de la Concepción Nueva, y el arrullo de las tórtolas que se enamoran en las barandas. El monótono susurro de las moscas se balanceaba sobre el viejo tul, antiguo velo nupcial de la señora de Marques, que cubría ahora, en el aparador, los platos de cerezas.

Y señalaba a Luis que, atraído por la novedad, se olvidaba de ella para requebrar a sus vecinas; dos jornaleras que ofrecían el encanto de una belleza rústica, mal lavada; dos beldades de cortijo en las que creía aspirar el perfume acre de las dehesas, el vaho animal de los rebaños. Era cerca de media noche cuando terminó la cena. El ambiente de la sala se había caldeado y era sofocante.

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