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Actualizado: 18 de junio de 2025


Al cerrar la noche de aquel día sólo quedaban del temporal unos rumores lejanos e intermitentes, a manera de jadeo de su cansancio después de una brega feroz y continua durante semana y media. Con este motivo fue la tertulia algo más animada que las anteriores últimas, y hasta el patriarca presidente de ella parecía otro por lo parlanchín que estuvo y lo espabilado de humor.

Miró atrás y la cabeza se le fué en un nuevo vértigo. Entretanto, los perros seguían tras él, trotando con toda la lengua de fuera. A veces, agotados, deteníanse en la sombra de un espartillo; se sentaban precipitando su jadeo, pero volvían al tormento del sol. Al fin, como la casa estaba ya próxima, apuraron el trote.

Hasta podría jurar que había escuchado algo semejante á suspiros de dolor, á un jadeo de desesperación. Y su instinto le avisaba que aquel ser misterioso que había vivido unos momentos cerca de ella, al otro lado del muro de tablas, no era otro que su esposo.

Cautiva la tenía, puesta en una milagrosa sonrisa que había florecido en sus labios, cuando sintió tras de si un jadeo de carne brava y un resuello caliente y brutal. Sin tiempo para volverse a mirar se encontró prisionera en unos brazos duros y torpes, y el aliento de Andrés, apestando a vino, la encendió la cara.

Sintió en su rostro un chorro caliente. ¡Sangre!... No sabía si era suya ó de aquel cuerpo en el que se iba apagando el jadeo mortal. Luego se vió elevado del suelo por varias manos que le empujaban ante un hombre. Era Su Excelencia, con el uniforme desabrochado y oliendo á vino. Sus ojos temblaban lo mismo que su voz.

Cada uno se echó bajo un algodonero, acompañando con su jadeo los golpes sordos de la azada. Entretanto el calor crecía. En el paisaje silencioso y encegueciente de sol, el aire vibraba a todos lados, dañando la vista. La tierra removida exhalaba vaho de horno, que los peones soportaban sobre la cabeza, rodeada hasta los hombros por el flotante pañuelo, con el mutismo de sus trabajos de chacra.

A continuación, todo el buque pareció cubrirse de aullidos de dolor, de gritos de sorpresa, de carreras de gentes enloquecidas por el pánico, de órdenes enérgicas. Por las dos chimeneas del paquebote se escaparon torrentes mugidores de humo negro, al mismo tiempo que debajo de la cubierta empezaba un jadeo ruidoso, igual al estertor de un gigante moribundo.

Un guarda de Camargue, hombrecillo rechoncho y velludo, que trascendía a montaraz, con ojos saltones inyectados de sangre y con aretes de plata en las orejas; después dos boquereuses, un tahonero y su yerno, los dos muy rojos, con mucho jadeo, pero de magníficos perfiles, dos medallas romanas con la efigie de Vitelio.

Estaba rojo, sus manos se crispaban coléricas, su respiración se convirtió en jadeo fragoroso.

Instintivamente buscó el botón eléctrico para hacer la obscuridad, y antes de perder completamente la percepción del mundo exterior oyó sus primeros ronquidos. Una luz hiriéndole en los ojos le hizo incorporarse. Vió al coronel junto á su lecho. El profundo silencio de la noche, que aún parecía más absoluto sostenido por el rumor del mar, se rasgaba á lo lejos con el jadeo de un automóvil.

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