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Asia... los tirsos, la piel de tigre de Baco». Ana sabía mucho de estos recuerdos mitológicos y pronto había dejado de ver el pobre aparato escénico del teatro de Vetusta y las bailarinas prosaicas y no todas bien formadas, para trasladarse a la imaginada región de Oriente donde su fantasía, a medias ilustrada, veía bosques misteriosos, carreras frenéticas de las bacantes enloquecidas por la música estridente y por las libaciones de perpetua orgía, al aire libre. ¡La bacante! la fanática de la naturaleza, ebria de los juegos de su vida lozana y salvaje; el placer sin tregua, el placer sin medida, sin miedo; aquella carrera desenfrenada por los campos libres, saltando abismos, cayendo con delicia en lo desconocido, en el peligro incierto de precipicios y enramadas traidoras y exuberantes.... Mientras Visita recordaba de mala manera en el piano aquella humilde polka de Salacia, que tenía de bueno lo que tenía de copia, la Regenta dejaba bailar en su cerebro todos aquellos fantasmas de sus lecturas, de sus sueños y de su pasión irritada.

Mas hoy, cortados los benditos lazos, estás muy lejos de nosotros, madre, y aquí tendemos hacia ti los brazos porque no hay suerte que sin ti nos cuadre... diste al mundo tus caducas leyes, con cien coronas se ciñó tu frente; hollaste cetros, destronaste reyes, y ebria de gloria se durmió tu gente...

Había que meterla por las bocas de las madrigueras con un cordel en la pata, para tirar de ella cuando se quedaba dormida, ebria de sangre. El Mosco, sin dejar de hablar, sacaba del bolsillo un pedazo de queso, colocábase un pellizco de él entre los labios, y la bicha lo devoraba con grotescas contorsiones. Pero ¡qué rica!

Una pálida doncella que, según algunos, era la monja renegada de que se hablaba en Toledo, escuchaba los insultos de la muchedumbre con infantil expresión de curiosidad y de ternura. A veces, apoyándose en el hombro del religioso y echando la cabeza hacia atrás, reía gozosamente, como una ebria.

Una hora después, cuando todos hubiéronse ido, Diana confesó secretamente a Maurescamp, que en efecto, estaba ebria, y que por consiguiente, todo lo que había dicho, no debía tomarse en cuenta; después de lo cual pidió perdón y lo obtuvo. Pero la señora de Maurescamp no obtuvo el suyo. Hacía ya mucho tiempo que su marido no la amaba, y mucho tiempo que había comenzado a odiarla.

Alguna vez, al refugiarse en el cuarto del teatro, contemplando a solas su gallarda figura ante el espejo, sintió deseo de riqueza; quizá, ebria de adulaciones, resplandores y músicas, soñó despierta con la realidad del amor, mas ni el fantasma del lujo ni la tentadora voz de la Naturaleza lograron rendirla, porque se sentía humillada de no despertar en los hombres más que la misma impureza que les inspiraban aquellas de sus compañeras, viciosas o hambrientas, que se vendían por un traje o se prostituían por una joya. ¿Era esto castidad ingénita, frío cálculo, tibieza de sangre o señal de orgullo?

Ya es hora de retirarse murmuró, dejando caer sus palabras sobre la cabellera que estaba al nivel de su pecho . Va á llegar la mala: la siento venir. Dile á Spadoni que se levante. Ella elevó sus ojos para mirarle con extrañeza. Parecía ebria; no acertaba á entender sus consejos. Y manifestó su negativa con leves movimientos de cabeza. Tenía fe en la propia suerte.

Había olvidado absolutamente todo cuidado por su dignidad, y como una ninfa ebria, llenaba el soto con los estallidos de su alegría casi convulsiva. Golpeaba sus manos, y á través de sus carcajadas, gritaba con voz entrecortada: ¡Bravo, bravo, señor de Bevallan! ¡Lindísimo, delicioso, pintoresco! ¡Oh, Salvator Rosa!

Al recordar aquel período de su historia, Leonora sentía un estremecimiento de pudor, un remordimiento de vergüenza. Era una loca que paseaba la tierra como una bandera de escándalo, prodigando su hermosura, ebria de poder, haciendo el regio regalo de su cuerpo a cuantos la interesaban un instante.

Y recobrando su viril apostura de amazona, segura de misma, volvió al banco, indicando a Rafael que se sentara al otro extremo. ¡Qué noche!... Estoy ebria sin haber bebido. Los naranjos me emborrachan con su aliento. Hace una hora sentía que mi habitación daba vueltas, que la cabeza se me iba; la cama me parecía un barco en plena tempestad.