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Actualizado: 24 de junio de 2025
Esta tarde debía venir Fernanda a casa. Matilde me dijo después de almorzar que saliese y no volviese hasta el oscurecer..., y cuando volviese estaría todo arreglado, o poco había de poder. Mi hermana se pinta para estas comisiones. Obedecí. Di más de mil vueltas por Sevilla, y cuando vi que oscurecía me fui a casa. Crea usted, don Ceferino, que me temblaban las piernas.
Oyose un rumor de chapines y un crujir de sedas en la galería, y Beatriz apareció vestida de negro y olorosa como un sahumador encendido. Mientras Ramiro se inclinaba con donaire, la doncella dejó caer su manto hacia atrás. Doña Alvarez, que la acompañaba, quedose en la estancia vecina. ¡Solos! se dijo el mancebo. Uno y otro temblaban.
No era su carácter muy jovial, propendiendo a una especie de morosidad soñadora y mórbida, como la de las doncellas anémicas; pero en aquel punto respiraba con tal desahogo por haber encontrado una solución, que sus manos temblaban, deshaciendo con alegre presteza el embutido de calcetines y ropa blanca y dando amable libertad al canal y manteo.
Sus manos temblaban de emoción y sus mejillas estaban surcadas por gruesas lágrimas. Marenval, en tanto, reflexionaba profundamente. Por fin el criado, viendo que su interlocutor no le hacía más preguntas, se atrevió á formular una á su vez. Si el señor me permitiera preguntarle por qué razón vuelve sobre ese triste pasado.
No más que con dar Aquiles una voz desde el muro, se echaba atrás el ejército de Troya, como la ola cuando la empuja una corriente contraria de viento, y les temblaban las rodillas a los caballos troyanos.
Había sido sorprendida por el naufragio en el momento que intentaba vestirse: tal vez el terror la había hecho arrojarse al mar. La muerte había contraído su rostro con un rictus horrible que dejaba los dientes al descubierto. Un lado de su rostro estaba tumefacto por un golpe. La vió Ferragut al asomarse entre los hombros de dos señoras que temblaban apoyadas en la baranda de la cubierta.
Hablaban de la «plaza vieja» de Madrid, donde sólo se conocieron toros y toreros de «verdad»; y aproximándose a los tiempos presentes, temblaban de emoción recordando al «negro». Este «negro» era Frascuelo. ¡Si hubieses visto aquéllo!... Pero entonces tú y los de tu época estabais mamando o no habíais nacido.
Por entre los prados brillaban a trechos las aguas del río y el gallo del puntiagudo campanario relucía, herido por los rayos del sol poniente... Y pronto penetró el carruaje en el pueblo, que se había modificado muy poco. A uno y otro lado del viejo puente, los juncos del estanque temblaban como en otro tiempo al impulso de la brisa vespertina.
Mientras Guimarán estrechaba la mano enguantada del Provisor, este, sin poder traer su pensamiento a la realidad presente, seguía saboreando la escena de dulcísima reconciliación en que acababa de representar papel tan importante. «¡Ana era suya otra vez, su esclava! ella lo había dicho de rodillas, llorando.... ¡Y aquel proyecto, aquel irrevocable propósito de hacer ver a toda Vetusta en ocasión solemne que la Regenta era sierva de su confesor, que creía en él con fe ciega!...». Al recordar esto, con todos los pormenores de la gran prueba ofrecida por Ana, don Fermín sintió que le temblaban las piernas; era el desfallecimiento de aquel deleite que él llamaba moral, pero que le llegaba a los huesos en forma de soplo caliente.
Gobernaban a la sazón el país los dos formidables caciques, abogado el uno y secretario el otro del ayuntamiento de Cebre; esta villita y su región comarcana temblaban bajo el poder de entrambos. Antagonistas perpetuos, su lucha, como la de los dictadores romanos, no debía terminarse sino con la pérdida y muerte del uno.
Palabra del Dia
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