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El piano resonó de nuevo, y radiante con su traje blanco, de pie en medio del auditorio, al que dominaba por su belleza tanto como por su talento, Jenny Hawkins paseó una mirada de dominación por los concurrentes. Ahora cantaba las dolorosas quejas de la Traviata, cuando la pobre mujer siente que la muerte le roza con su ala.

En la flor de tus labios adivino algo ideal que tu hermosura viste, mientras, soñando en ellos, bebo el vino de un ensueño de gloria que no existe. Lo imposible es un ala que nos roza creando en el dolor fuertes enojos. ¡Ay! No poder volver hasta mi choza, llevando la presea de tus ojos!

Jamás. Es sólo de extrañar que vaya solo; o acaba de dejar algunas señoras, o va a buscarlas. Les hablará de la ópera, del figurín, de lo mal que bailó el solo Gasparito; esta es la existencia del viejo verde: miradle contraerse y revolcarse en su vanidad al lado de una hermosa: ¿es una serpiente que se roza contra un árbol?

Tercer encuentro: más calma; tejemaneje insignificante y anodino; sin embargo, la espada del vizconde roza la muñeca de Gómez. Se desnuda al español; no tiene nada; se le vuelve a vestir; se desinfectan las espadas. Cuarto encuentro: al esbozar una tímida agresión, el vizconde se pincha en la muñeca con la espada tendida de su compañero. ¡No se ha escapado esto a la mirada vigilante de Julio!

Entre los árboles se mece una suave brisa... Hacia el Oriente, sobre la aguda cresta de los Alpilles, amontónase un polvo de oro, de donde surge lentamente el sol... El primer rayo roza ya la techumbre del molino. En el mismo instante, el invisible tambor vuelve a redoblar en el campo bajo la espesura... ¡Rataplán, rataplán!... ¡El demonio llévese la piel de asno! Ya lo había olvidado.

Mirad las hojas secas corriendo por el suelo. Entre gemidos, por el valle las arrastra el viento. La golondrina roza sus alas por el quieto pantano. El niño de la cabaña, va cogiendo leña entre los brezos. Ya no susurran las olas, que su encanto dieron al bosque. Enmudeció el pajarillo entre las ramas secas. ¡Junto a la aurora, el ocaso! El sol, que apenas despunta, brilla pálido un momento al concluir su carrera. El carnero por las zarzas va dejando su hermoso vellón de lana que servirá de nido al jilguero. La flauta pastoril ha enmudecido; desapareció su eco; cesó también el encanto de amor y de ventura. La hoz cruel ya despojó la tierra de aquel verdor que le prestara vida... Así acaban los años, así van feneciendo los días de nuestra vida.

Algo en , que me da miedo, me es imposible arrancar... ¡Náufrago soy que, sin brío, en medio de un mar bravío, no logró al puerto arribar! Está el horizonte obscuro... El corazón inseguro siento, templando, latir; y el mónstruo me empuja y roza y aunque cruel me destroza ¡me es imposible morir! ¡Terrible mar de la vida!

Recuerde el lector esos viejos que conocerá, un decrépito que persigue a las bellas, y se roza entre ellas como se arrastra un caracol entre las flores, llenándolas de baba; un viejo sin orden, sin casa, sin método... el joven, al fin, tiene delante de tiempo para la enmienda y disculpa en la sangre ardiente que corre por sus venas; el viejo-calavera es la torre antigua y cuarteada que amenaza sepultar en su ruina la planta inocente que nace a sus pies; sin embargo, éste es el único a quien cuadraría el nombre de calavera.

Pero Juan, haciendo un ademán de horror, retrocede más ante la mano que lo roza; y dirigiendo a Martín una mirada llena de angustia mortal, le dice con voz ronca: ¡Déjame!... ¡no quiero, no quiero tener nada que ver contigo! ¡ya no soy tu hermano! Martín, sobrecogido, se agarra con las dos manos a la mesa que está junto a él, y se deja caer, como herido de una puñalada, sobre el banco inmediato!

San Juan había sido hasta entonces suficientemente rico en hombres civilizados, para dar al célebre Congreso de Tucumán un presidente de la capacidad y altura del doctor Laprida, que murió más tarde asesinado por los Aldao; un prior a la Recolecta Domínica de Chile en el distinguido, sabio y patriota Oro, después obispo de San Juan; un ilustre patriota, don Ignacio de la Roza, que preparó con San Martín la expedición a Chile, y que derramó en su país las semillas de la igualdad de clases prometida por la revolución; un ministro al gobierno de Rivadavia; un ministro a la legación argentina en don Domingo de Oro, cuyos talentos diplomáticos no son aún debidamente apreciados; un diputado al Congreso de 1826 en el ilustrado sacerdote Vera; un diputado a la convención de Santa Fe en el presbítero Oro, orador de nota; otro a la de Córdoba en don Rudecindo Rojo, tan eminente por sus talentos y genio industrial como por su grande instrucción; un militar al ejército, entre otros, en el coronel Rojo, que ha salvado dos provincias sofocando motines con sólo su serena audacia, y de quien el general Paz, juez competente en la materia, decía que sería uno de los primeros generales de la República.