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En el horizonte destácanse las agudas cresterías de los Alpilles. No se percibe el ruido más insignificante. A lo sumo, de tarde en tarde, el sonido de un pífano entre los espliegos, un collarón de mulas en el camino. Todo ese magnífico paisaje provenzal sólo vive por la luz. Y actualmente, ¿cómo he de echar de menos ese París ruidoso y obscuro? ¡Estoy tan bien en mi molino!

Y al pensar en el estado ruinoso en que halló su lengua materna y en lo que con ella ha hecho, imaginábame uno de esos vetustos palacios de los príncipes de Baux que se ven en los Alpilles: sin techo, sin balaustradas en las escalinatas, sin vidrios en las ventanas, quebrado el trébol de las ojivas, corroído por el moho el escudo de las puertas; gallinas picoteando en el patio de honor, cerdos hozando bajo las esbeltas columnillas de las galerías, el asno paciendo dentro de la capilla, donde crece la hierba, las palomas bebiendo en las grandes pilas de agua bendita, rebosantes de agua de lluvia, y finalmente, entre esos escombros dos o tres familias de labriegos que han construido chozas alrededor del vetusto palacio.

Allá, en los cuarteles de París, echábamos de menos nuestros Alpilles azules y el silvestre olor del tomillo; ahora, aquí, en plena Provenza, nos falta el cuartel, y amamos todo cuanto nos lo hace recordar... Las ocho suenan en la aldea.

Entre los árboles se mece una suave brisa... Hacia el Oriente, sobre la aguda cresta de los Alpilles, amontónase un polvo de oro, de donde surge lentamente el sol... El primer rayo roza ya la techumbre del molino. En el mismo instante, el invisible tambor vuelve a redoblar en el campo bajo la espesura... ¡Rataplán, rataplán!... ¡El demonio llévese la piel de asno! Ya lo había olvidado.