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Actualizado: 22 de junio de 2025


Mi atención estaba por completo fija en Cecilia, que se acercó tranquilamente a Enrique presentándole sus frescas y sonrosadas mejillas. El joven apenas las rozó con sus labios. No se ruborizó, no palideció, no perdió el conocimiento, como yo esperaba: estuvo tranquilo y sereno. Decididamente, me dije, es un héroe.

Ya hemos dicho que Flores se estremeció violentamente ante el impertinente apóstrofe de José, y este movimiento súbito y colérico hizo desgraciadamente desviar aquella mano ordinariamente tan firme y tan segura; el acero rozó ligeramente el cuello de uno de sus parroquianos, que se arrellanaba con complacencia en el gran sillón de nogal donde iban sucesivamente a sentarse todos los marinos de la isla de León y de Santa María.

Extendió luego la mano sobre su cabeza abatida y se puso a acariciarle, muy suavemente, como se acaricia a una criatura que llora. Le rozó con los dedos la frente, los párpados cerrados, parecía a punto de acercarle los labios. Pero hacía todo con actitud tan espontánea, tan natural, que Charito no se sorprendió. Y el sentimiento de Lucía no era sólo de lástima.

¿Qué pareja ni pareja? dijo Guillermina incomodadísima . ¡Mauricia!... ¡cómo se entiende! Pero no había tenido tiempo de decirlo cuando una peladilla de arroyo le rozó la cara. Si le da de lleno la descalabra. «¡Jesús!... Pero no, no es nada». Y llevándose la mano a la parte dolorida, clamó: «Infame, a , a me has tirado!».

El ciego y fervoroso imitador de lo moderno se asemeja a alguien metido en enmarañado matorral, de donde le cuesta gran trabajo sacar la cabeza, así para orientarse como para que la gente le vea, mientras que el imitador de lo antiguo se asemeja a alguien que está en soto bien cultivado, de donde se arrancaron ya las matas enanas y espinosas, se podaron las ramas inútiles y se rozó la mala hierba.

Sobre el lomo verde del Océano giraban flores de espuma rematadas por una espiral que se perdía en la profundidad. Luego emprendió un paseo por la cubierta, y ante el grupo de señoras se llevó una mano a la gorra con saludo mudo, sin volver la vista. Rozó, al pasar, a Isidro, que hablaba de pie, y oyó una voz femenina que le interrumpía con interés: «¡No diga!... Eso es muy curioso.

Era peligroso seguir allí y hundí otra vez las espuelas en los ijares de mi caballo, a la vez que clavaba mi espada en el pecho del rufián que tenía delante. La bala de su revólver me rozó una oreja; tiré de la espada, pero no pudiendo arrancársela del cuerpo la solté y salí a escape en seguimiento de Sarto, a quien divisé en aquel momento a unas veinte varas de distancia.

El joven corrió á la cuerda y se deslizó por ella con gran presteza; las piedras lanzadas por las hondas enemigas se estrellaban contra la roca, una le rozó los cabellos y por fin otra le alcanzó en un costado, ocasionándole vivísimo dolor.

Y todo porque uno defiende lo que es suyo. Por hubiera pacido su vaca toda la vida en el castañedo, pero Goro me dijo: «Mujer, eso no puede permitirse. Si la vaca se comiera sólo los yerbajos y la maleza, anda con Dios; por un poco más ó un poco menos de rozo no habíamos de reñir; pero se come también la cría de los árboles... ¡ya ves , mujer, la cría!

¡Ea! adiós, querida mía dijo Raúl separándose suavemente. ¿Adiós? No, hasta la vista. ¡Qué purista eres! Dale un beso, Raúl... Por supuesto; más bien dos que uno. El joven rozó con su rubio bigote la frente sonrosada del niño. Ahora a la mamá, dijo. Juana se acercó a él y dijo estremeciéndose. ¿Volverás? Sin duda... ¿No me olvidarás? ¡Qué tontería!

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