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Actualizado: 6 de junio de 2025


Sabía que el notario había llenado todas las formalidades y que mi papel en la ceremonia consistía en ir a la cabeza del cortejo y en dar las gracias a los asistentes en nombre de la familia. Me vestí, pues, de negro, como lo requerían las circunstancias y me fui a la casa mortuoria en unas disposiciones muy poco fúnebres, mal que pesara a la pobre solterona.

Tuvo miedo de vivir en aquella casa sin Feli. Sentía el terror de los que pierden a un ser querido y no osan penetrar en la mortuoria habitación. ¿Qué iba a hacer solo en aquel extremo olvidado de Madrid, entre las gitanas que le recordarían a la amante?... Necesitaba ver gente nueva, aturdirse, olvidar su tristeza. Aquella noche volvió a la redacción, después de una ausencia de tantos meses.

Asistía a todos los servicios religiosos fúnebres, distribuía velas, las recogía luego, y si alguien se olvidaba de apagar la suya, se acercaba y la apagaba él, soplando muy solícito. El muerto le inspiraba una gran curiosidad. De media en media hora entraba en la cámara mortuoria para mirarle, ajustaba sobre el cadáver el lienzo que lo cubría y le arreglaba la levita.

El poeta iba y venía de la casa mortuoria como él la llamaba ya para sus adentros, a la redacción, de la redacción a la casa mortuoria. ¿Cómo está? preguntaba en voz muy baja, desde el portal. La criada contestaba: Sigue lo mismo.

Y sucedió lo que era de temerse: el estruendo de esta explosión de dolores profundamente sentidos, se fue propagando por toda la casa, en la cual acabaron por llorar a gritos también hasta los que no habían pensado llorar de ninguna manera, y los lazos de la disciplina y de los humanos respetos, muy relajados ya durante la agonía del patriarca, acabaron de romperse con este descomunal y plañidero vocerío: invadieron la estancia mortuoria gentes que en tropel brotaban de todos los senos del caserón, y todas querían ver al muerto, y todas le veían al cabo, y todas lloraban y gemían después más reciamente por el espanto de haberle visto.

Cuando volvió al hotel subió a la cámara mortuoria, y allí halló a Juanilla, transida de miedo y de cansancio, velando a la difunta. La criada le dijo, en son de queja, que la señorita Lucía le había encargado velar un rato, pero que el rato era ya muy largo, larguísimo, y que ella no podía más.

Se le destrozaba el corazón ante la idea de que se hubiese matado por él. Los recuerdos del pasado se revolvían contra las afirmaciones del doctor y defendían victoriosamente la causa de Honorina. La multitud abrió paso al señor Stevens y a sus acompañantes. Guiados por los agentes llegaron a la cámara mortuoria. La señora Chermidy estaba en su cama con el mismo vestido que la víspera.

Sardiola, arrojándose a él, se la arrebató, y tomando desesperada resolución, salió al pasillo gritando: «Socorro, socorro; se ha puesto mala la señorita». Diose de manos a boca con dos personas que subían la escalera, y que al oírle se precipitaron en la estancia mortuoria. Eran el Padre Arrigoitia y Duhamel, el médico.

La luna extendía por sobre el paisaje una luz mortuoria, de tumba; las paredes blanqueadas parecían lápidas sepulcrales; el silencio y la inmovilidad de la muerte estaban en el agua, en la tierra, en el cielo, en todo. Eran ya dos las sepulturas delante de las cuales iría a arrodillarse, o en las cuales su mano iría a depositar coronas. Pero ella no había sido aún enterrada.

La ya mencionada puertecilla de la sala de Recibo conduce á un diminuto é irregular aposento, que es aquel retrete ó gabinetillo de que ya he hablado también, en que apenas cabe una cama, y donde durmió Felipe II la última vez que estuvo en Yuste, en señal de respeto..... ó miedo á las habitaciones que habían sido de su difunto padre. ¡Curioso fuera saber lo que pensó allí el hombre del Escorial durante las dos noches que pasó, como quien dice, emparedado cerca de la cámara mortuoria de Carlos de Gante!

Palabra del Dia

rigoleto

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