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Actualizado: 6 de junio de 2025


El marqués se encogía de hombros. Sea Praxíteles. Las señoras eran las que podían juzgar mejor, porque muchas de ellas habían conseguido ver a Anita como se ven las estatuas. No sabían si era un Fidias o un Praxíteles, pero que era una real moza; un bijou, decía la baronesa tronada que había estado ocho días en la Exposición de París. Su belleza salvó a la huérfana.

El, que por tres veces había circunnavegado el planeta, se encogía de cansancio al pensar en la lentitud de los trenes impuesta por la guerra, en las diez y seis horas de ferrocarril.

Visita encogía los hombros. «No se explicaba aquello. ¡Qué mujer era Ana! Ella estaba segura de que Álvaro le parecía retebién, Álvaro seguía su persecución con gran maña, lo había notado, ella le ayudaba, Paquito le ayudaba, el bendito D. Víctor ayudaba también sin querer... y nada. Mesía preocupado, triste, bilioso, daba a entender, a su pesar, que no adelantaba un paso. ¿Andaría el Magistral en el ajo?». Visita se impuso la obligación de espiar la capilla del Magistral; se enteró bien de las tardes que se sentaba en el confesonario, y se daba una vuelta por allí, mirando por entre las rejas con disimulo para ver si estaba la otra. Después averiguó que la habían visto confesando por la mañana a las siete. «¡Hola! allí había gato». No presumía la del Banco las atrocidades que se le habían pasado por la imaginación a Mesía; no pensaba, Dios la librara, que Ana fuera capaz de enamorarse de un cura como la escandalosa Obdulia o la de Páez, tonta y maniática que despreciaba las buenas proporciones y cuando chica comía tierra; Ana era también romántica (todo lo que no era parecerse a ella lo llamaba Visita romanticismo), pero de otro modo; no, no había que temer, sobre todo tan pronto, una pasión sacrílega; pero lo que ella temía era que el Provisor, por hacer guerra al otro las razones de pura moralidad no se le ocurrían a la del Banco empleara su grandísimo talento en convertir a la Regenta y hacerla beata. ¡Qué horror! Era preciso evitarlo. Ella, Visita, no quería renunciar al placer de ver a su amiga caer donde ella había caído; por lo menos verla padecer con la tentación. Nunca se le había ocurrido que aquel espectáculo era fuente de placeres secretos intensos, vivos como pasión fuerte; pero ya que lo había descubierto, quería gozar aquellos extraños sabores picantes de la nueva golosina. Cuando observaba a Mesía en acecho, cazando, o preparando las redes por lo menos, en el coto de Quintanar, Visitación sentía la garganta apretada, la boca seca, candelillas en los ojos, fuego en las mejillas, asperezas en los labios. «

Ahora se encogía, desobedeciendo su voluntad, con el instinto torpe de ciertos animales que se contraen y ocultan la cara, creyendo evitar de este modo el peligro. Sus antiguas supersticiones aparecieron de pronto aterradoras y obsesionantes. «Tengo mala pata pensaba Gallardo . Me da er corazón que el quinto toro me coge... ¡Me coge, no hay remedio

Sin embargo, f..., con un poco de habilidad y trabajándolo bien, acaso con el tiempo.... Para entonces necesitábanse algunos hombres que no tuviesen inconveniente en invertir un buen capital. Si no los hallaba en España, iría al extranjero a buscarlos.... Calderón, al oir hablar de un negocio, se encogía como los caracoles cuando los tocan.

El señor César Juque es un joven agradable, de veintidós años, muy rubio para su edad; está vestido con una chaqueta de antes de la guerra; él ha crecido desde hace cinco años, mientras que la chaqueta se encogía. Adivínase lo que significa esto. El señor César Juque tiene unos ojos de un azul agrisado; su semblante acicalado y velloso tranquiliza a las familias.

Se encontraban a menudo cavando cada cual con los ojos en el rostro del otro para encontrar el secreto.... Pero nada de palabras. Doña Paula encogía los hombros y Froilán reía pasando la mano por las barbas de puerco-espín que tenía debajo del mentón afeitado. Allí lo serio era el dinero. Las cuentas siempre ajustadas, limpias. Froilán era fiel por conveniencia y por miedo.

Era una injusticia. «¿Para qué poner tan alta la lámparadecían algunos un tanto ofendidos. Doña Rufina se encogía de hombros. «Cosas de ese» respondía aludiendo a su marido.

Se atusaba el bigote y abría los ojos desmesuradamente lo mismo que él cuando estaba distraído; hacía ademán de meterse las manos en los bolsillos, y se encogía de hombros para remedarle cuando iba paseando; contrahacía su risa, su modo de andar y sentarse, la forma de llevarse el cigarro a la boca.

A cada paso tenía algo nuevo que preguntar a sus hermanos: que por qué las abejas metían la cabecita en las flores, que por qué las golondrinas volaban tan cerca del agua, que por qué no volaban derecho las mariposas. Pedro se echaba a reír, y Pablo se encogía de hombros y lo mandaba callar.

Palabra del Dia

rigoleto

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