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Era nervudo, cuadrado, velloso como una fiera, la cara cobriza, con rudas protuberancias y profundos surcos, los ojos sanguinolentos y la nariz aplastada, granujienta, veteada de azul, con manojos de cerdas que asomaban como tentáculos de un erizo que dentro de su cráneo ocupase el lugar del cerebro. A nada concedía respeto.

Aquel ser menudo, velloso, de ojillos vivos y hundidos, con su sombrero grasiento y su capa raída había excitado ya la curiosidad de los actores. Le contempló unos instantes en silencio, y después sin dignarse responder le volvió la espalda. Pero no dejó de comunicar al momento el lance con la dama joven.

Dejáronle y, sacándola, abrióla; y echando en un vaso un poco de vino, salió con la lana y estopa un vino salvaje, tan barbado y velloso que no se podía beber ni colar. Entonces acabó de perder la paciencia el viejo, pero viendo las descompuestas carcajadas de risa, tuvo por bien el callar y subir en el carro con los rufianes y las mujeres.

De Roldán, o Rotolando, o Orlando, que con todos estos nombres le nombran las historias, soy de parecer y me afirmo que fue de mediana estatura, ancho de espaldas, algo estevado, moreno de rostro y barbitaheño, velloso en el cuerpo y de vista amenazadora; corto de razones, pero muy comedido y bien criado.

El canónigo fumaba un cigarro largo y fino; yo, un cazador, ese tabaco oscuro, velloso y de sangre, tan enérgico, sutil y esencial provocador de ideas e imágenes que, a veces, sustituye con ventaja los beneficios del trato humano, sin sus inconvenientes y molestias.

El señor César Juque es un joven agradable, de veintidós años, muy rubio para su edad; está vestido con una chaqueta de antes de la guerra; él ha crecido desde hace cinco años, mientras que la chaqueta se encogía. Adivínase lo que significa esto. El señor César Juque tiene unos ojos de un azul agrisado; su semblante acicalado y velloso tranquiliza a las familias.

Marroquín, el velloso, no tomaba parte casi nunca en el juego; prefería apartarse un buen trecho de todos y sentarse sobre alguna piedra y entregarse a la meditación; últimamente había descubierto que el estudio servía de muy poco para ilustrarse; lo principal era pensar, meditar mucho. Ya hemos dicho que el cura mostró predilección por Miguel, apesar de su conducta nada ejemplar.

El sabio naturalista quedó estupefacto. Pero, hija, ¿por qué no me lo has pedido? Dinero no puedo daros, porque ya sabes... , papá... no me digas nada. El ingenioso Sánchez aprovechó la ocasión para instruir a su hija. El tabaco era una planta solanácea de olor fuerte y característico, cáliz tubulado, raíz fibrosa, tallo velloso de médula blanca, hojas alternas laureadas y glutinosas, etc.

Y prosiguió, con variaciones sobre el mismo tema, excitando la codicia del hospitalario y halagando su vanidad con llamarlo a roso y velloso su paternidad. Parece que el muy tunante guardaba en la memoria este pareado: para surgir, con adularte basta; la lisonja es jabón que no se gasta. Mucho alcanza un adulador, sobre todo cuando sabe exagerar la lisonja.