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Actualizado: 8 de mayo de 2025
Dirigí una mirada medrosa al vasto patio que el crepúsculo comenzaba a envolver con un velo azulado. Al menor ruido me estremecía, me figuraba oír que la voz poderosa de Roberto me deseaba la bienvenida. El patio estaba desierto, era la hora del descanso y en él reinaba un silencio profundo. Sólo oía, por el lado de las caballerizas, el crujido particular que se hace al aguzar una guadaña.
Mirando nuestras banderas rojas y amarillas, los colores combinados que mejor representan al fuego, sentí que mi pecho se ensanchaba; no pude contener algunas lágrimas de entusiasmo; me acordé de Cádiz, de Vejer; me acordé de todos los españoles, a quienes consideraba asomados a una gran azotea, contemplándonos con ansiedad; y todas estas ideas y sensaciones llevaron finalmente mi espíritu hasta Dios, a quien dirigí una oración que no era Padre-nuestro ni Ave-María, sino algo nuevo que a mí se me ocurrió entonces.
Cuando llegaron las siete y media de la noche, me vestí aquella famosa larga levita que tanto odiaba Gloria, pero que juzgué muy del caso en estas circunstancias. Púseme el sombrero de copa alta y una chalina severa de raso negro, y metiéndome los guantes salí de casa y me dirigí con todo el aspecto de un embajador a la morada de mi futura suegra.
Sin embargo, durante el camino dirigí algunas miradas investigadoras a todos lados, con la vaga esperanza de ver la figura de mi monja entre las varias que cruzaban a lo lejos por las galerías desiertas. Por lejos que fuese, tenía absoluta seguridad de reconocerla. Salimos del primer patio y entramos en otro más grande con arquería de piedra también, pero sin cierre de cristales.
Recorriendo mi vista todos los detalles de la escultura, con gran insistencia se fijaron en un objeto que estaba á sus piés y que poco á poco vine á convencerme era un bastón. Concluída la misa, me dirigí á la sacristía y supliqué al sacerdote me permitiera examinar aquel.
Toda la sangre de su corazón refluyó hacia sus mejillas cuando me vio, y tuve necesidad, por cierto, de toda mi resolución, para no correr a su encuentro y estrecharla entre los brazos en plena calle. ¿De dónde viene y a dónde va? Esta fue la primera pregunta que le dirigí viéndola extraviada y como aventurándose en una parte de París, que debía ser el fin del mundo para la condesa De Nièvres.
Después de hacerme una rápida toilette y cepillarme bien, porque estaba muy sucio y fatigado por el largo viaje, tomé un coche y me dirigí a la plaza Grosvenor, donde encontré a Mabel vestida delicadamente de negro, sentada leyendo en su confortable y bonita habitación particular, que su padre, dos años antes, la había hecho decorar y amueblar lujosamente y con todo gusto como su boudoir.
Caminé aterrado hacia mi casa y no tardé en llegar á ella. Al entrar se me ocurrió una idea feliz. Fuí derecho á mi cuarto, guardé el bastón de hierro en el armario y tomé otro de junco que poseía, y volví á salir. Mi hija acudió á la puerta sorprendida. Inventé una cita con un amigo en el Casino, y, efectivamente, me dirigí á paso largo hacia este sitio.
»Me dirigí al cuarto de Magdalena y encontré a ésta con el rostro radiante y haciendo gala de tener muy buen humor. La fiebre había seguido en su marcha descendente. » ¡Ay, Amaury! me dijo. ¡Si supieras qué bien he dormido y con qué fuerzas me siento! Pero él con su pretensión de conocerme mejor que yo misma, me tiene aquí sujeta a este maldito sillón.
Esperar que te matasen de un momento a otro, y no poder hablar, no poder quejarse, comunicando la pena ni aun a los de la familia... ¡Lo que yo he rezado ahí dentro...! Acostumbrados los de la casa a ver todos los días a Dios y los santos, somos algo duros y pecadores; pero la desgracia ablanda el alma, y yo me dirigí a la que todo lo puede, a nuestra patrona la Virgen del Sagrario, pidiéndola que se acordase de ti, ya que ibas de niño a arrodillarte ante su capilla, cuando te preparabas para entrar en el Seminario.
Palabra del Dia
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