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Actualizado: 21 de junio de 2025
Porque una revolución no es otra cosa que una poesía diabólica, para producir, la cual es necesario que a todo un pueblo se le calienten los cascos. ¿Quién fue, pues, la musa que inspiró al pueblo de Madrid aquella sinfonía infernal de los tres días y aquel poema berroqueño en quince cantos de las barricadas? Fue la libertad.
Siempre había permanecido soltero; tenía una lengua como un hacha, con la que destrozaba las reputaciones; y en su maligno rostro, en sus ojos vivarachos y algo bizcos, en su nariz aguileña y en su boca sumida y burlona se revelaba cierta diabólica y punzante travesura.
No había cráneo que pudiera resistir á sus perseverantes picotazos, iguales á golpes de barreno. Atacaba al toro, al tigre, al caimán, blindado de planchas duras como un navío de guerra. Este volátil pequeño y de malicia diabólica era el caburé.
La humillación y la vileza de mis primeros años se representan en mi memoria y me cubren de oprobio. No hay penitencia, ni conjuro, ni sacramento, ni palabra mágica, diabólica o divina, que borre ciertas manchas indelebles. La vergüenza que inspiro a mi hija se vuelve contra mí.
Pero la discreta Dorotea, que tan entendido tenía ya el humor de don Quijote, dijo, para templarle la ira: -No os despechéis, señor Caballero de la Triste Figura, de las sandeces que vuestro buen escudero ha dicho, porque quizá no las debe de decir sin ocasión, ni de su buen entendimiento y cristiana conciencia se puede sospechar que levante testimonio a nadie; y así, se ha de creer, sin poner duda en ello, que, como en este castillo, según vos, señor caballero, decís, todas las cosas van y suceden por modo de encantamento, podría ser, digo, que Sancho hubiese visto por esta diabólica vía lo que él dice que vio, tan en ofensa de mi honestidad.
Arranqué aquel amor de mi pecho como una planta venenosa y desconfié para siempre de los ángeles rubios que conservan en su mirar azul el reflejo de los cielos que atravesaron. Desde lo alto de mi oro, arrojé sobre la inocencia, el pudor, y otras idealizaciones funestas, la diabólica carcajada de Mefistófeles y organicé fríamente una existencia animal, grandiosa y cínica.
Se me ocurrió una idea diabólica: «Si yo mañana por la noche trajese a la Pinta y la hiciese entrar en la habitación de don Guillén». Me dormí dando vueltas a aquella idea. Al día siguiente, día de vigilia, don Guillén no se sentó a la mesa. ¿Qué le sucede al señor Caramanzana? inquirió la viuda vejancona, que ya se había enterado del apellido del canónigo.
Los gritos de adentro y el sinnúmero de caras que asoman sobre la borda mirando á los del bote que llega, le parecen el alma diabólica y multiforme de aquel monstruoso cuerpo en cuyos antros va á desaparecer quizá para siempre, el hijo de su amor. El atezado rostro de tía Nisca se vuelve lívido. Andrés, por el contrario, se entusiasma más y más según que se acerca á la fragata.
¡Maldito Gutenberg! ¿Qué genio maléfico te inspiró tu diabólica invención? ¿Pues imprimieron los egipcios y los asirios, ni los griegos, ni los romanos? ¿Y no vivieron, y no dominaron? ¿Que eran más ignorantes, dices? ¿Cuántos murieron de esa enfermedad? ¿Qué remordimientos atormentaron la conciencia de Omar, que destruyó la biblioteca de Alejandría? ¿Que eran más bárbaros, añades?
Uno de ellos se levantó y derrengado, sin palo y sin montera enderezó sus pasos trabajosamente hacia la iglesia. Era el famoso Toribión, el caudillo ilustre de Lorío. Bartolo lo vió y animado de un valor intrépido saltó sobre él como un león y de un par de estacazos le hizo de nuevo medir el suelo. Ya caíste entre mis uñas, Toribión exclamó con sonrisa diabólica.
Palabra del Dia
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