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Actualizado: 11 de junio de 2025
Al verle, todo aquel valor homérico de que dio pruebas en la altura, se trocó en llanto de desconsuelo, cosa natural en chicos, cuya rabia se deshiela en lágrimas, y haciendo pucheros que desfiguraban su hermosura, exclamó: «Picos..., mi sombrero... Yo soy Plim.». En vez de llorar, el desvergonzado Zarapicos se echó a reír como un sátiro.
Gustábale ir roto y sucio como los sopistas, y cada una de estas hazañas enfurecía al Fraile, haciéndole gritar que aquello era robarle el dinero, y que el mejor día de un puntapié en tal parte iba a poner en la calle al desvergonzado sobrino.
Riendo como un desvergonzado bruto, dijo a su hermana: «Abur, chica». Al punto echó Isidora de menos sus diamantes de tornillo, que aunque falsos, valían cuatro duros. ¡Cuántas lágrimas derramó aquel día! Mariano estuvo una semana sin parecer por la casa de Relimpio. Una noche, cuando menos se le esperaba, apareció al fin avergonzado, compungido, la ropa hecha jirones, imagen del hijo pródigo.
La tributó, uno tras otro, los homenajes y acatamientos que saben rendir los amantes finos, las caricias apasionadas, el testimonio de un amor respetuoso en la apariencia, en realidad libre y desvergonzado. La pobre Rosa, que había rechazado con denuedo las acometidas bruscas y groseras, no tuvo fuerzas para resistir este género de ataque tan diferente, tan nuevo para ella.
Cuando llegaban al término de su viaje, con las cejas y la boca llenas de polvo, flojos y despeados por la marcha, se presentaban al alcalde, y el más desvergonzado, que llenaba las funciones de director, hablaba de los méritos de su gente, dándose todos por felices si la generosidad municipal los aposentaba en la cuadra del mesón, regalándolos encima con una olla, que quedaba limpia a los pocos instantes.
Hoy no quedan de las glorias del puchero sino los innobles garbanzos cocidos, capaces de indigestar á un elefante, el vil chorizo y el desvergonzado tocino, que ha perdido su importancia desde que los moros y judíos han aceptado las impiedades de la cocina y la bodega cristianas.
Sirva de ejemplo la misión, embajada, o como quiera llamarse, de fray Hernando del Castillo al desdichado rey cardenal D. Enrique. ¿A qué podía conducir sino a mortificar el amor propio, a ofender y agriar al pobre monarca portugués el desvergonzado sermón de aquel buen fraile para persuadirle de que no debía contraer matrimonio?
Quizá, por falta de antecedentes, no estuviera Tirso en situación de apreciar todo esto; pero alcanzó lo bastante para convencerse de que, ni Leocadia estaba verdaderamente enamorada, ni desecharía por Millán lo que el desvergonzado lenguaje de la codicia llama una proporción; lo cual le autorizaba a imaginar que, si la madre había cedido por docilidad, la vanidad y el amor propio serían buenos medios para subyugar a la hija.
Esta letra es de lord Gray... exclamó . ¡Qué desvergonzado atrevimiento! ¿A quién de vosotras se dirige la carta? Dice: «Idolatrado amor mío: si tus promesas no son vanas...». ¡Pero una persona como yo no puede leer tales indecencias!... ¿A quién de vosotras dirige lord Gray esta esquela? Continuó el silencio, uno de esos silencios que parecen anunciar el desplome del mundo.
Esta mujer no sabe que yo me dejo besar... y beso... como quien da limosna a la muerte; a la muerte enferma, loca; que doy besos que son como mordiscos con que quiero detener al tiempo que corre, que corre, pasándome por la boca.... Sí, sí, Serafina; en esas horas tengo lástima de mi mujer, de quien soy esclavo; sus caricias disparatadas, que son reflejos de otras mías que yo aprendí de tus primeros arranques de amor frenético y desvergonzado; sus caricias, que son en ella inocentes, para mí crímenes, se me contagian y me llevan consigo al aquelarre tenebroso, donde entre sueños y ayes de amor que acaban por suspiros de vejez, por chirridos del cuerpo que se desmorona, vivo de no sé qué negras locuras sabrosas y sofocantes, llenas de pavor y de atractivo.
Palabra del Dia
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