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Actualizado: 23 de julio de 2025


En una palabra, amiga mía dijo Amaranta dirigiéndose a doña Flora . Ante una persona tan de confianza como el Sr. D. Pedro, puede usted dejar a un lado el disimulo, confesando que las ternuras y patéticas declaraciones de este joven no le causan desagrado. Jesús, amiga mía exclamó mudando de color la dueña de la casa , ¿qué está usted diciendo?

Visita encogía los hombros. «No se explicaba aquello. ¡Qué mujer era Ana! Ella estaba segura de que Álvaro le parecía retebién, Álvaro seguía su persecución con gran maña, lo había notado, ella le ayudaba, Paquito le ayudaba, el bendito D. Víctor ayudaba también sin querer... y nada. Mesía preocupado, triste, bilioso, daba a entender, a su pesar, que no adelantaba un paso. ¿Andaría el Magistral en el ajo?». Visita se impuso la obligación de espiar la capilla del Magistral; se enteró bien de las tardes que se sentaba en el confesonario, y se daba una vuelta por allí, mirando por entre las rejas con disimulo para ver si estaba la otra. Después averiguó que la habían visto confesando por la mañana a las siete. «¡Hola! allí había gato». No presumía la del Banco las atrocidades que se le habían pasado por la imaginación a Mesía; no pensaba, Dios la librara, que Ana fuera capaz de enamorarse de un cura como la escandalosa Obdulia o la de Páez, tonta y maniática que despreciaba las buenas proporciones y cuando chica comía tierra; Ana era también romántica (todo lo que no era parecerse a ella lo llamaba Visita romanticismo), pero de otro modo; no, no había que temer, sobre todo tan pronto, una pasión sacrílega; pero lo que ella temía era que el Provisor, por hacer guerra al otro las razones de pura moralidad no se le ocurrían a la del Banco empleara su grandísimo talento en convertir a la Regenta y hacerla beata. ¡Qué horror! Era preciso evitarlo. Ella, Visita, no quería renunciar al placer de ver a su amiga caer donde ella había caído; por lo menos verla padecer con la tentación. Nunca se le había ocurrido que aquel espectáculo era fuente de placeres secretos intensos, vivos como pasión fuerte; pero ya que lo había descubierto, quería gozar aquellos extraños sabores picantes de la nueva golosina. Cuando observaba a Mesía en acecho, cazando, o preparando las redes por lo menos, en el coto de Quintanar, Visitación sentía la garganta apretada, la boca seca, candelillas en los ojos, fuego en las mejillas, asperezas en los labios. «

Cuando hubo cambiado algunas palabras corteses con casi todos los tertulios, haciendo a cada cual la reverencia que dada su posición le correspondía, la marquesa de Alcudia le tomó por su cuenta, y llevándole a uno de los ángulos del salón y sentados en dos butaquitas, comenzó a hablarle en voz baja como si se estuviese confesando.

Estaba persuadido de que si la cordobesa que yo pintase no era un tipo sui generis, era porque yo no sabía pintar lo que estaba viendo de un modo claro. Me decidí, pues, desde entonces a hacer esta pintura, confesando con ingenuidad que, si no sale original y nueva, la culpa será mía y no del modelo. Una cosa me turba aún y dificulta mi propósito.

Y todo va desta manera: que confesando yo no ser más santo que mis vecinos, desta nonada, que en este grosero estilo escribo, no me pesará que hayan parte y se huelguen con ello todos los que en ella algún gusto hallaren, y vean que vive un hombre con tantas fortunas, peligros y adversidades.

12 Por lo cual también de uno, y ese ya muerto, salieron como las estrellas del cielo en multitud, y como la arena innumerable que está a la orilla del mar. 13 En fe murieron todos éstos sin haber recibido las promesas; sino mirándolas de lejos, y creyéndolas, y abrazándolas; y confesando que eran peregrinos y advenedizos sobre la tierra.

¿Conque no es verdad, embusterillo? dijo ésta con cómica indignación. ¿Conque niega usted que desde que nos vimos en la ermita, su paseo de todas las tardes son estos alrededores? ¡Dios mío! ¡qué monstruo de falsedad es este chico! ¡con qué aplomo miente! Y Rafael, vencido por aquella alegría franca, acabó riéndose, confesando con una carcajada su delito.

No quería ella ni apostatar, ni filosofar siquiera; también esto le parecía ridículo, pero sin querer las ideas, las protestas, las censuras venían en tropel a su mente y a su corazón. Esto era nuevo tormento. A pesar de todo seguía confesando a menudo con don Fermín. Le guardaba ahora una fidelidad consuetudinaria; temía los remordimientos si faltaba a lo que creía deber a aquel hombre.

Hasta la edad moderna, los fieles penetraban compungidos y contritos en la casa de Dios para suplicarle de rodillas, confesando sus culpas, besando el suelo y golpeándose el pecho.

Palabra del Dia

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