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Actualizado: 12 de julio de 2025
Sin tropezar, por el conocimiento perfecto de la casa, avanzó por los corredores hasta llegar a la puerta del gabinete azul. En aquel momento el gran reloj del comedor dio una campanada. No supo a qué hora pertenecía esta media. Acercó el oído a la cerradura y estuvo un rato escuchando sin percibir ruido alguno. Indudablemente Joaquina estaba ya durmiendo.
Ya no paseaba. Con el oído pegado a la cerradura, recogía ávidamente todos los rumores que llegaban de abajo. Y como llegaban demasiado confusos, concluyó por abrir la puerta, avanzar cautelosamente hasta el pasamanos de la escalera y escuchar desde allí, inmóvil, recogiendo el aliento. Había imaginado vagamente que su esposa, una vez sola y libre, subiría hasta su cuarto para hablarle.
¡Con tal que halle la escalera! pensé, porque la tapia era alta y estaba erizada de púas. Sí, allí estaba y subí por ella en un abrir y cerrar de ojos. Me incliné sobre el muro y vi los caballos. Cerca de ellos oí un tiro. Era Sarto, que habiendo oído los disparos en el jardín se desesperaba por abrir la puertecilla y al fin la emprendía a tiros con la cerradura.
En la tapa, en una banda de papel pegada, ponía: «Muy reservado. Para abrirla a solas». Estaba soltando la llave para meterla en la cerradura, cuando mi madre me dijo: No la abras; no sé por qué me parece que viene algo malo para ti dentro. Me detuve. La verdad es que esta caja con su advertencia era sospechosa. Pesaba lo menos tres o cuatro kilos.
Postrado en el suelo, en un rincón del cuarto, rodeado siempre por la más completa obscuridad, pudo oír que un carruaje acababa de detenerse bajo de los balcones, y al rato, que se abría y cerraba con gran cuidado la puerta de calle: sintió en seguida pasos en la gran escalera: quiso llamar para apurar a los que venían, pero la palabra se ahogó en su garganta y tuvo que esperar: oyó los pasos en el vestíbulo y unos segundos después el ruido de una llave en la cerradura de la puerta de la habitación en que se hallaba: la puerta se abrió y dio paso a alguien: el frou-frou de la seda le indicó que era Blanca que regresaba.
Al marchar, con las piernas blandas como si fuesen de algodón, nos llevábamos por delante todos los zapatos depositados a la entrada de los camarotes... Vimos unos cuantos amigos que golpeaban unas puertas, encorvándose para hablar por el ojo de la cerradura.
Yo también tengo que hablarte, dijo Carrascosa, aplicando el ojo á la cerradura por probar si veía algo. Doña Leoncia no tardó en arreglarse: se ciñó el corsé, se puso las últimas horquillas, se aplicó dos ó tres alfileres al pecho, se echó un mantón sobre los hombros, y pasó á la cocina.
Ya hay bastante, señora dijo con voz torva, para disimular su emoción . ¿No se da cuenta de que el capitán no quiere verla?... ¿no comprende que está estorbando?... Vamos... ¡arriba! Intentó ayudarla á incorporarse, separando su boca de la cerradura; pero Freya repelió con facilidad al vigoroso marino. Parecía falto de fuerzas, sin valor para repetir su ruda acción.
Corred, volad, es preciso que la señora se levante. ¡Puede que haya sucedido una desgracia! La sirvienta trajo dos llaves; sin escuchar lo que quería decirle de parte de la condesa, Mathys subió la escalera corriendo. Abrió la puerta del cuarto de Marta y echó una ojeada sobre el lecho. Estaba vacío. Pálido y trémulo, puso la llave en la cerradura, de la segunda puerta.
Al introducirla en la cerradura y empujar la puerta, otro relámpago bañó de claridad fantasmagórica el sitio en que iba a penetrar; rodó el carro del trueno, pausado al principio, después ronco y formidable, como una voz hinchada por la cólera, y Nucha retrocedió con espanto. ¿Qué sucede, señorita querida? ¿Qué sucede? gritó el capellán.
Palabra del Dia
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