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Actualizado: 23 de octubre de 2025


Entró, me saludó y se llegó a con la gracia, desenfado y ligereza de un pollo o gomoso, no de nuestro siglo decadente, sino de otras edades caballerescas en que fueron los hombres de temple más recio y más fino. Mi vestidura era una elegantísima bata de flexible seda. Pocas mujeres pueden hacer lo que yo hice entonces y puedo hacer y hago todavía.

El doctor Cornelius era un hombre rechoncho, algo jorobado, triste y desagradable. Tenía barbuchas amarillas y deshilachadas, la expresión suspicaz y un color de manteca de Flandes. Decían que era judío. Llevaba una bata vieja y una gorra de pelo. El maestro Ewaldus tenía en su cuarto libros en todos los idiomas y hablaba muchas veces solo consigo mismo en latín.

Siempre la veré así, con el pincel en la mano, vestida con una bata obscura, y coronada por su espléndida cabellera de oro, de la que un pálido sol de diciembre arrancaba reflejos tristes. Al oír abrirse la puerta volvió la cabeza y sonrió... Y aquella sonrisa me traspasó el corazón, pensando en lo que tenía que decirle. ¿Tan de mañana?... Buenos días me dijo alegremente.

A los pies del lecho, indolentemente envuelta en una especie de bata de color de rosa con encajes, mal cogidas las anchas trenzas negras, extendidos los pies, que calzaban unos chapines de tafilete blanco, apoyado un brazo en otro brazo del sillón, y sobre la mano uno de esos semblantes en que no se sabe qué admirar más, si la fuerza de la juventud, la fuerza de la hermosura ó la fuerza de la expresión, había una mujer como de veinticuatro años, sonriente, alegre, escuchando con delicia á Quevedo, que leía uno de los mejores capítulos del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha.

¿No está usted fatigada, señorita? No, no; adelante. Pronto concluiremos; faltan solamente tres cargas. Aunque no quería confesarlo, se hallaba horriblemente fatigada. Sus hermosos brazos, que se trasparentaban dentro de la bata sutil que los cubría, se iban moviendo cada vez con menos soltura: tenía la boca entreabierta y respiraba aceleradamente.

Ella arrastraba la cola de su elegante bata por las limpias baldosas unidas con asfalto, y él, con la mano izquierda en el bolsillo del pantalón, recogido el borde de la levita, accionaba levemente con la derecha, empuñando un junco por la mitad. A veces los ruidos del patio atraían la atención de ambos y se asomaban a la balaustrada.

Se iba notando en la casa la presencia de una mujer hermosa y elegante. Una noche, mientras la cocinera traía el primer guiso, Elena se despojó de una salida de teatro, que por ser algo vieja prestaba servicios de bata. Al desprenderse de esta envoltura apareció descotada, con un traje de fiesta un poco ajado, pero todavía brillante, recuerdo de sus tiempos felices.

Oyola el cura, y, al mirarla, su vista se detuvo en la prenda que la muchacha tenía entre las manos: una bata de riquísimo raso de un rojo muy brillante, el mismo rojo que Lázaro había visto en el brazo que la noche pasada cerró la puerta donde Aldea era esperado. Su sorpresa fue inmensa. Su pensamiento se resistió a creer lo que los ojos le decían.

Su alta estatura, su ademán de indignación suprema, la asemejaran a bello mármol antiguo, si la bata de merino negro no borrase la clásica semejanza. Don Ignacio balbucía la leonesa usted se engaña, se engaña.... Yo no le quiero a usted... es decir, de ese modo, no, nunca. Atrévete a jurarlo rugió él. No... no, me basta decirlo replicó Lucía con creciente firmeza . Eso no.

Perdóneme si tengo pocas veces el honor de ofrecerle mis respetos; mis muchas ocupaciones me privarán de este placer. Por lo cual no reclamo más que un título... el de ser amigo de usted. Y un solo derecho... el de satisfacer sus menores caprichos. Judit no contestó; pero su corazón latía con tal violencia, que hacía mover el ligero percal de su bata.

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