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Media hora después, una de las criadas de Beatriz veía entrar en el patio de la casa al nieto de don Íñigo trayendo en una mano una ancha espada toda roja de sangre y en la otra la cabeza del perro. ¡Válame Dios y Santa Quiteria; ya le mataron! exclamó la mujer. Luego, mirando atentamente el sangriento despojo, agregó: ¡Pobre Cerbero, y cómo me echaba las manos al pecho para lamerme en el rostro!

De lisonja en lisonja, fuéronle creando una fama grandiosa que a nadie mortificaba, y ya las gentes de la ciudad pronunciaban su nombre con profundo respeto, como si en verdad se tratara de uno de los más célebres capitanes de aquella guerra santa y vengadora. Don Íñigo acabó por aficionarse a su propia tertulia.

Don Íñigo, aunque enlazado por su casamiento a los más antiguos linajes de la ciudad, habíase conservado completamente ajeno a las seculares cuadrillas de San Juan y San Vicente, en que se hallaba dividida la nobleza de la comuna; y las salas de su mansión eran amplias, la servidumbre numerosa, la pastelería excelente. El bullidor concurso llenaba los salones.

Don Iñigo, receloso y resuelto á pelear, acude á una cita, que se le da en compañía de Don Antonio; Lisardo le cuenta que él no es Don Félix, y las circunstancias, que le obligaron á tomar su nombre; añade, que, estando de visita en casa de Clara, huyó de ella refugiándose en la de Don Iñigo; pero el anciano se encoleriza, y califica de agravio ese yerro; Antonio saca también su espada para vengar en Lisardo la visita secreta hecha á su hermana; Don Félix, que asiste escondido á esta escena, sale también para socorrer á su amigo, y el combate se hubiera llevado á efecto, á no sobrevenir mucha gente que obligara á los combatientes á retirarse.

El cuarto voto de obediencia al Papa, peculiar de la Compañía, había hecho indispensable para el Vaticano el apoyo del jesuitismo. Hasta podía afirmarse que el ejército monástico de Íñigo de Loyola había salvado al pontificado en el trance, terrible para él, de la revolución luterana. Era la antigua fábula del hombre y el caballo, puesta de nuevo en acción.

A 15 de julio entraron en Córdoba los reyes de vuelta de la campaña contra los moros, y D. Iñigo recibió al rey con su cabildo en la catedral, donde fué á dar gracias al Todopoderoso por la conquista de Loja, Illora, Moclin y otros lugares.

Conocía a don Íñigo y a su hija desde una mañana en que fue llamado a presenciar, en medio del corral, la quema de los libros arábigos. Su padre había muerto heroicamente, como capitán de arcabuceros, en la guerra de Flandes. Era de aventajada estatura. Los ojos grandes y algo salientes. Los cañones de la barba, casi siempre a medio rapar, daban un tinte azul a toda la parte baja del rostro.

Don Iñigo, padre de aquélla, recibe sorprendido una carta de Granada, por la cual le recomienda eficazmente á Don Félix un amigo de su juventud: sale, pues, inmediatamente para buscar á su recomendado; Laura recibe, por intermedio de un criado, y como regalo de su amante, una banda, suplicándole aquél que la lleve en recuerdo de su amor; pero teme llamar la atención de su padre si se la pone en seguida, por cuya razón la envía á su amiga Clara, para que se la devuelva luego ella, como si fuese verdaderamente quien le hiciera este obsequio.

A pesar de su preñez, sometió su cuerpo a las más arduas penitencias, imitando, dentro de su casa, en lo que era posible, la nueva reforma del Carmelo. Cuando se acercaba el día del parto, don Íñigo resolvió cambiar de residencia y se trasladaron, para siempre, a Avila de los Santos.

Don Félix se esconde, accediendo á los ruegos de su amada, y averiguando desde su escondite que Don Antonio es el mismo caballero, herido por él en Granada; y aun cuando este descubrimiento lo soliviante naturalmente, al presenciar los extremos amorosos del visitante con su dama, le es ya imposible contenerse: preséntase con la espada desnuda, y, cuando ambos combaten, se anuncia la llegada de Don Iñigo.