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El antiguo partidario de la monarquía absoluta prefería á los individuos: un hombre que pensase por los demás, imponiéndoles sus órdenes. Y á las pocas palabras, su entusiasmo por la democracia americana lo recogía para depositarlo reconcentrado sobre la cabeza de Wilson. ¡El primer hombre del mundo!

¡Nunca! ¡jamás! replicó Ester fijando las miradas, no en el Sr. Wilson, sino en los profundos y turbados ojos del joven ministro. Está grabada demasiado hondamente. No podéis arrancarla. Y ¡ojalá pudiera yo sufrir la agonía que él sufre, como soporto la mía! Habla, mujer, dijo otra voz, fría y severa, que procedía de la multitud que rodeaba el tablado. Habla; y dale un padre á tu hija.

¡Extraña niña! observó el anciano Rogerio. Es fácil ver lo que hay en ella de su madre. ¿Creeréis por ventura, señores, que esté fuera del alcance de un filósofo analizar la naturaleza de la niña, y por su hechura y modo de ser adivinar quién es el padre? No: en tal asunto, sería pecaminoso atenerse á la filosofía profana, dijo el Sr. Wilson.

¡Un gran país!... Y ese Wilson, ¡qué hombre! Ahora creía al pueblo americano capaz de realizar todo lo que se propusiera, por inaudito que fuese; pero sus ideas tradicionales le impedían sentir un largo entusiasmo por algo colectivo y abstracto, sin fisonomía humana.

Mi buen Señor Wilson, os ruego que examinéis á esta Perla, pues tal es su nombre, y veáis si tiene la instrucción cristiana que conviene á una niña de su edad. El anciano eclesiástico se sentó en un sillón é hizo un esfuerzo para atraer á Perla entre sus rodillas.

Cuando vió cómo el presidente de la gran República americana protestaba del torpedeamiento de los buques indefensos, de los crímenes de los submarinos, acabando por declarar la guerra al Imperio alemán, don Marcos afirmó con un balbuceo de confesión: Ese Wilson... ese Wilson es una persona decente. Para él, era imposible decir más.

Después de llevarse el dedo á la boca, y de muchas negativas de responder á las preguntas del buen Sr. Wilson, la niña finalmente anunció que no había sido creada por nadie, sino que su madre la había recogido en un rosal silvestre que crecía junto á la puerta de la cárcel.

Así lo creyó él mismo un instante; pero esas palabras fueron pronunciadas sólo en su imaginación. El venerable padre Wilson continuó lentamente su camino, teniendo el mayor cuidado en evitar mancharse con el lodo de la calle, y sin volver siquiera la cabeza hacia el fatídico tablado.

Wilson puso la mano en el hombro de un joven pálido que estaba á su lado, he procurado, repito, persuadir á este piadoso joven para que aquí, á la faz del cielo y ante estas rectas y sabias autoridades y este pueblo aquí congregado, se dirija á y te hable de la fealdad y negrura de tu pecado.

Wilson, no poco sorprendido de esto, pues era una especie de patriarca favorito de los niños, trató sin embargo de proceder al examen. Perla, le dijo con gran solemnidad, tienes que recibir instrucción para que, á su debido tiempo, logres llevar en tu seno una perla de gran precio. ¿Puedes decir, hija mía, quién te ha creado?