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Actualizado: 24 de junio de 2025


Una noche encontró algo nuevo para hacer patente su admiración. ¡Qué poeta! Lubimoff, á pesar de su melancolía, empezó á reir. ¡El presidente Wilson un poeta!... Don Marcos, balbuceando ante la risa de su príncipe, intentó explicarse. No encontraba la palabra exacta para precisar su pensamiento, pero insistió, considerándolo justo.

Wilson, que había legado una considerable fortuna, tanto en la Nueva Inglaterra como en la madre patria, á Perlita, la hija de Ester Prynne.

Detrás del Gobernador y del Sr. Wilson venían otros dos huéspedes: uno el Reverendo Arturo Dimmesdale, á quien el lector recordará tal vez por haber desempeñado, no voluntariamente, un corto papel en la escena del castigo público de Ester; y á su lado, como si fuera su compañero íntimo, el viejo Rogerio Chillingworth, persona de gran habilidad en la medicina, y que hacía dos ó tres años había fijado su residencia en la colonia.

Hay día que desembarcan diez mil. ¡Un pueblo maravilloso!... Lo que yo he dicho siempre: ese Wilson es un grande hombre. Lo conozco bien.

Todos escuchaban con deleite esta voz de esperanza que refrescaba los corazones antes de que se entregasen á las angustias de la ruleta y el «treinta y cuarenta». Hablaba con la autoridad de un hombre bien relacionado y que puede saberlo todo. «Conocía á Wilson»; él mismo acababa de declararlo.

Volvió á reir el príncipe. ¡Wilson con alas!... Se imaginó al Presidente con un sombrero de copa, sus lentes, su sonrisa bondadosa, y saliéndole de la espalda del chaqué dos triángulos enormes de plumas iguales á las que llevan los ángeles en los cuadros de la pintura religiosa. ¡Gracioso coronel!... Luego quedó pensativo, mientras su rostro tomaba una expresión grave.

¡Bien dicho, bien dicho! exclamó el buen Sr. Wilson. Yo temía que la mujer pensaba solo en hacer de su hija una saltimbanquis. ¡Oh! no, no; continuó Dimmesdale. La madre, creédmelo, reconoce el solemne milagro que Dios ha operado en la existencia de esa criatura.

La voz que había llamado su atención era la del reverendo y famoso Juan Wilson, el clérigo decano de Boston, gran erudito, como la mayor parte de sus contemporáneos de la misma profesión, y con todo eso hombre afable y natural. Estas últimas cualidades no habían tenido, sin embargo, un desenvolvimiento igual al de sus facultades intelectuales.

Dimmesdale que veía al buen padre Wilson rodeado de un halo ó corona radiante como la de los santos varones de otros tiempos, lo que le daba un aspecto de gloriosa beatitud en medio de esta noche sombría del pecado. Dimmesdale se sonrió, mejor dicho, se echó á reir ante tales ideas sugeridas por la luz de la linterna, y se preguntó si se había vuelto loco. Cuando el Reverendo Sr.

¡Mujer! no abuses de la clemencia del cielo, exclamó el Reverendo Sr. Wilson con acento más áspero que antes. Esa tierna niña con su débil vocecita ha apoyado y confirmado el consejo que has oído de los labios del Reverendo Dimmesdale. ¡Pronuncia el nombre! Eso, y tu arrepentimiento, pueden servir para que te libren de la letra escarlata que llevas en el vestido.

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