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Actualizado: 24 de junio de 2025
La mera circunstancia de ser ficticio el nombre de Arturo Dimmesdale, mientras el Reverendo Wilson y el Gobernador Bellingham figuran con sus nombres y títulos verdaderos, debería constituir suficiente prueba para no imputar los hechos de Dimmesdale al Reverendo Cobbett, predicador genuino del sermón de la elección en 1649.
Háblale á esa mujer, hermano, le dijo el Sr. Wilson. Es de la mayor importancia para su alma, y por lo tanto, como dice nuestro digno Gobernador, importante también á la tuya, á cuyo cargo está la de esa mujer. Exhórtala á que confiese la verdad. El Reverendo Sr. Dimmesdale inclinó la cabeza como si estuviera orando, y luego se adelantó.
En la novela se menciona á Wilson con su propio nombre; de modo que no puede confundirse su identidad con la de Dimmesdale; ni hay tampoco motivos para suponer que Hawthorne tuviese la más ligera intención de que Juan Cotton ó Tomás Cobbett, de Lynn, cargasen con el delito de su ministro imaginario.
Wilson. ¿Qué dice el muy digno Gobernador? ¿No ha defendido bien los derechos de la pobre mujer? Seguramente que sí, respondió el magistrado, y ha aducido tales razones, que dejaremos el asunto como está; por lo menos, mientras la mujer no sea objeto de escándalo. Hemos de tener, sin embargo, cuidado de que la niña se instruya contigo en el catecismo, buen Sr. Wilson, ó con el Reverendo Sr.
Cuando la luz estuvo más cerca, pudo distinguir la figura de su hermano en religión, ó para hablar con más propiedad, de su padre espiritual al mismo tiempo que muy estimado amigo, el Reverendo Sr. Wilson quien, como el Sr. Dimmesdale conjeturaba con razón, había estado rezando á la cabecera de un moribundo.
La mortal palidez de su rostro era tal, que apenas semejaba éste el de un hombre vivo; ni el que marchaba con pasos tan vacilantes como si fuera á desplomarse á cada momento, sin hacerlo sin embargo, apenas podía tampoco tomarse por un ser viviente. Uno de sus hermanos eclesiásticos, el venerable Juan Wilson, observando el estado en que se hallaba el Sr.
Tal era el joven ministro hacia quien el Reverendo Sr. Wilson y el Gobernador habían llamado la atención del público, al pedirle que hablase, en presencia de todos, del misterio del alma de una mujer, tan sagrado aún en medio de su caída. Lo difícil y penoso de la posición que así le crearon, hizo agolpársele la sangre á las mejillas y volvió trémulos sus labios.
Semejante doctrina no fué nunca enseñada, por ejemplo, por el venerable pastor de almas Juan Wilson, cuya barba, blanca como la nieve, se veía por sobre el hombro del Gobernador Bellingham, mientras le decía que las peras y los melocotones podrían aclimatarse en la Nueva Inglaterra, y que las uvas de color de púrpura podrían florecer si estuvieran protegidas por los muros del jardín expuestos más directamente al sol.
Cuando la luz de su linterna se hubo desvanecido á lo lejos por completo, el joven ministro se dió cuenta, por la especie de desmayo que le sobrecogió, de que los últimos momentos habían sido para él una crisis de terrible ansiedad, aunque su espíritu había hecho un esfuerzo involuntario para salir de ella con la especie de apóstrofe semijocoso dirigido al Sr. Wilson.
Tengo un taller, montado con los últimos adelantos de la ciencia y de la industria; tres máquinas, una Wilson y otra Wheeler, para coser la caña, y una Johnson para hacer ojales, que puede que no haya media docena como ellas en toda la península. Mi clientela, la espuma de la sociedad; y todos satisfacen sus facturas a tocateja. ¿Qué más puedo pedir? ¡Ay mi amada! ¡Oh dolor!
Palabra del Dia
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