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Paco estaba entre Edelmira y Visitación; la Regenta entre Ripamilán y don Álvaro; Obdulia entre el Magistral y Joaquín Orgaz, don Saturnino Bermúdez entre doña Petronila y el capellán de los Vegallana. Don Víctor tenía a su izquierda a don Robustiano Somoza, el rozagante médico de la nobleza, que comía con la servilleta sujeta al cuello con un gracioso nudo.

Porque aquello es una letrina; señor, una cloaca. Ya sabe usted que es una residencia interina. Las Salesas están haciendo, como usted sabe, su convento junto a la fábrica de pólvora. , ya ; pero cuando el convento esté edificado y las mujeres puedan trasladarse a él, nuestra Rosita habrá muerto. Señor Somoza, el cariño le hace a usted, acaso, ver el peligro mayor de lo que es.

Se puso el doctor como una cereza.... Miró a Visita con torvo ceño y echándose a adivinar exclamó con enojo: ¡Estamos mal!... Aquí se ha hablado mucho.... Me la han aturdido, ¿verdad? ¡Como si lo viera... mucha gente, de fijo... mucha conversación!... Entonces fue Visita quien sintió encendido el rostro. Somoza había adivinado. No sabía medicina, pero sabía con quién trataba.

No lejos del monumento, se encontraba la Cruz de la Charanga, nombre éste que también se daba á uno de los álamos, el más corpulento y que más sobresalía entre los allí plantados, y alrededor del cual se formaban aquellas tertulias de desocupados de que habla don José Somoza en sus Recuerdos y en el artículo El árbol de la Charanga, donde dice pintando lo agradable de aquel lugar: «...A la izquierda está el Paseo del Arenal, paseo siempre concurrido; á la derecha el puente de barcas y un dilatado horizonte azul, por el que se oculta el sol en su occidente por entre una multitud de palos y velachos de embarcaciones ancladas

Por algunos días vino a eclipsar al valetudinario Barinaga, que, en efecto, se consumía en la miseria, un suceso de gravedad suma, según Glocester y Foja y bandos respectivos: «La hija de Carraspique, sor Teresa, agonizaba en el inmundo asilo de las Salesas, en la celda que era, según Somoza, un inodoro, por no decir todo lo contrario». Y dicho y hecho.

Somoza, furioso, gritaba; y se oía: colapso... flegmasía... cardiopatía... y el ex-alcalde, sin atender, continuaba mezclando latines: Masculino es fustis, axis turris, caulis, sanguis collis... piscis, vermis, callis follis. El médico y el prestamista estuvieron a punto de venir a las manos.

¿Y trasladarle a Vetusta?... decía el militar. ¡Imposible! ¡Ni soñarlo! ¿Y para qué? Morirá esta tarde de fijo. Somoza solía equivocarse, anticipando la muerte a sus enfermos. Esta vez se equivocó dándole a don Víctor más tiempo de vida del que le otorgó la bala de don Álvaro. Murió Quintanar a las once de la mañana. El mes de Mayo fue digno de su nombre aquel año en Vetusta. ¡Cosa rara!

Terminada la ceremonia religiosa, hubo junta de médicos. Somoza se había equivocado como solía. Don Pompeyo estaba enfermo de muerte, pero podía durar muchos días: era fuerte... no había más que oírle hablar.

El señor Somoza expuso latamente varias vulgaridades relativas a la renovación del aire, a la calefacción, aeroterapia y demás asuntos de folletín semicientífico. Después volvió a la desgracia de aquella casa. ¡Cuatro hijas y dos ya monjas! Esto es absurdo. No, señor; absurdo no, porque son ellas las que libremente escogen.... ¡Libremente! ¡libremente!

Yo, Somoza, no puedo esperar nada bueno; yo, hombre de ciencia, necesito declarar, primero: que si la niña sigue respirando en aquel medio... no hay salvación, pero si se la saca de allí... tal vez haya esperanza; segundo: que es un crimen, un crimen de lesa humanidad no poner los medios que la ciencia aconseja.... Señor Magistral, usted que es una persona ilustrada, ¿cree usted que la religión consiste en dejarse morir junto a un albañal?