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Aquel hombre que iba a París y traía aquellos sombreros blancos y citaba a Claudio Bernard y a Pasteur... debía de saber más que él de medicina moderna... porque él, Somoza, no leía libros, ya se sabe, no tenía tiempo. Pero la Regenta mejoraba; volvía la sangre, aunque poco a poco; los músculos se fortalecían y redondeaban... y la frialdad y la reserva no desaparecían.

No se pudo averiguar de qué se moría don Santos, pero a la media hora se corría por Vetusta que, por culpa del Provisor, se habían pegado y desafiado Foja y Somoza, y no se sabía si el mismo Ripamilán había recogido alguna bofetada.

Sólo os pido una cosa... que venga el señor Magistral. Quiero que me oiga en confesión el señor De Pas; necesito que me oiga, y que me perdone. Agapita lloró sobre el pecho flaco de su padre. Desde la sala habían oído el diálogo Somoza y la hija menor de Guimarán, Perpetua. Media hora después toda Vetusta sabía el milagro. «¡El Ateo llamaba al Magistral para que le ayudara a bien morir!».

Somoza, Paco y Joaquín Orgaz ayudaron a Obdulia a salir del cajón maldito. El Magistral tuvo una verdadera ovación. Paco le admiró en silencio: la fuerza muscular le inspiraba un terror algo religioso; él había malgastado la suya en las lides de amor. Tenía bastante carne, pero blanda.

Visitación, mientras sentada a los pies de la cama devoraba una buena ración de dulce de conserva, aseguraba con la boca llena que Somoza y la carabina de Ambrosio todo uno. La del Banco creía en la medicina casera y renegaba de los médicos.

Aquellos argumentos puramente humanos, mundanos, que se podían oponer a Somoza y otros como él, eran lo de menos. Lo principal era mirar si había escándalo en precipitarse y tomar medidas que alarmasen a la opinión. Por culpa de ellos, por culpa de un excesivo cariño, de una extremada solicitud, podían dar pábulo a la maledicencia. ¿Qué esperaban sino eso los enemigos de la Iglesia?

La parte contraria tampoco tuvo nada que decir. Cuando llegaron a la meseta, lugar del duelo, don Víctor y los suyos encontraron solo el terreno. Quince minutos después aparecieron entre los árboles desnudos don Álvaro y sus padrinos, más el señor don Robustiano Somoza. Mesía estaba hermoso con su palidez mate, y su traje negro cerrado, elegante y pulquérrimo.

Tenía la convicción de que aquello era nuevo. ¿Estaría malo? ¿Serían los nervios? Somoza le diría de fijo que ». «De todas maneras, había sido una necedad, y tal vez una grosería, haber desairado a aquellas señoras. ¿Qué estarían diciendo de él en el Vivero?».

«Su padre había perdido la cabeza. Ya no podría confesar si no recobraba la razón... sólo por milagro de Dios». Ni puede, ni quiere, ni debe exclamó don Pompeyo cruzado de brazos, inflexible, dispuesto a no dejarse enternecer por el dolor ajeno. El día de la Concepción, muy temprano, el médico Somoza dijo que don Santos moriría al obscurecer.

Don Robustiano Somoza, en cuanto asomaba Marzo, atribuía las enfermedades de sus clientes a la Primavera médica, de la que no tenía muy claro concepto; pero como su misión principal era consolar a los afligidos y solía satisfacerles esta explicación climatológica, el médico buen mozo no pensaba en buscar otra.