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, ya, don Robustiano: ¿pues qué hay, Fulgencia? Creo que Sor Teresa está algo peor... pero no es para tanto alarmar a los pobrecitos señores. ¿Verdad, señor Magistral, que la pobre señorita no está de cuidado? Creo que no, Fulgencia; pero ¿qué dice el médico? ¿Viene de allá? , señor, de allá; y ahí dentro daba gritos... viene furioso... es un loco. No cómo le llaman a él.

«¡Qué hay! ¡qué hay! eso pronto se pregunta»; don Robustiano no sabía lo que iba a hacer, pero parecía algo gordo por las señas; esto pensó, pero dijo: Hay... que andar en un pie, tener mucho cuidado, no dejarla en poder de criadas, ni de Visitación, que la aturde con su cháchara...; eso hay. Pero ¿es cosa grave, es cosa grave? Ps... es y no es.

Don Robustiano sonreía; movía la cabeza con gesto de compasión y se dignaba explicar aquello. «Don Santos, aunque se pasmasen aquellos señores, a pesar de morir envenenado por el alcohol, necesitaba más alcohol para tirar algunos meses más. Sin el aguardiente, que le mataba, se moriría más pronto». Pero don Robustiano, ¿cómo puede ser eso? Señor Foja, ahí verá usted. ¿Conoce usted a Todd?

¿Qué Rosita? ¡Si ya no hay Rosita! Si ya se acabó Rosita; ahora es Sor Teresa, que no tiene rosas ni en el nombre, ni en las mejillas. Don Robustiano se acercó al Magistral; miró a todos los rincones, a todas las puertas, y con la mano delante de la boca, dijo: ¡Aquello es el acabose! El Magistral sintió un escalofrío. ¿Usted cree? , creo en una catástrofe próxima.

Don Robustiano Somoza, que ante todo era higienista público, gritaba en todas partes: ¡Pues es claro! Pues si es lo que yo vengo diciendo hace un siglo; pero aquí no se puede luchar con las preocupaciones, con el fanatismo.

Somoza llegó a las ocho. ¿Qué es? ¿qué tiene? ¿hay gravedad? Don Víctor con las manos cruzadas, apretadas, convulso, preguntaba estas cosas delante de la enferma, que aunque aletargada, oía. El médico no contestó. Recetó y salió al gabinete. ¿Qué hay? ¿qué hay? repetía allí Quintanar con voz trémula y muy bajo ... ¿Qué hay? Don Robustiano le miró con desprecio, con odio y con indignación...

Aparte la ciencia, que no era su terreno propio, don Robustiano podía apostar con cualquiera a campechano, alegre, simpático, y hasta hombre de excelente sentido y no escasa perspicacia. Pecaba de hablador. Al Magistral no le podía tragar, pero temía su influencia en las casas nobles y le trataba con fingida franqueza y amabilidad falsa.

Se morirá de borracho contestaba Ripamilán. No señor, ¡se muere de hambre!... Se muere de aguardiente. ¡De hambre!... Y llegaba don Robustiano al corro y hablaba la ciencia: Yo no acuso a nadie, la ciencia no acusa a nadie; otra es su misión.

«Don Santos Barinaga, el rival mercantil de La Cruz Roja, la víctima del monopolio ilegal y escandaloso de doña Paula y su hijo; el pobre don Santos, se moría sin remedio, según don Robustiano Somoza, el médico de la aristocracia cuyas ideas no eran sospechosas». ¿Y de qué dirán ustedes que se muere? preguntaba Foja en un corrillo, delante de la catedral, al salir de misa de doce.

, hija mía; hemos hablado de eso en el palco la Marquesa, don Robustiano y yo. El doctor opina que la vida que llevas no es sana, que necesitas dar variedad a la actividad cerebral y hacer ejercicio, es decir, distracciones y paseos.