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Habeisme dicho, dijo doña Guiomar, en tanto que el señor Ginés de Sepúlveda otra vez se sentaba, quedando tan encogido como antes, que la libertad del rapista tan presto como ha sido, no ha podido ser sin que en ello haya habido mucha mano.

Y no se rió, porque no era para que riese el saber que estaba vigilada y acechada por la Inquisición, y porque hubiera sido además poca caridad, según aparecía de acabado y casi moribundo el señor Ginés de Sepúlveda.

En cuanto Sepúlveda se sentaba satisfecho, como el que hincó el alfiler donde quiso, se ponía el clérigo en pie, magnífico, regañón, confuso, apresurado. «¡No es verdad que los indios de México mataran cincuenta mil en sacrificios al año, sino veinte apenas, que es menos de lo que mata España en la horca!» «¡No es verdad que sean gente bárbara y de pecados horribles, porque no hay pecado suyo que no lo tengamos más los europeos; ni somos nosotros quién, con todos nuestros cañones y nuestra avaricia, para comparamos con ellos en tiernos y amigables; ni es para tratado como a fiera un pueblo que tiene virtudes, y poetas, y oficios, y gobierno, y artes!» «¡No es verdad, sino, iniquidad, que el modo mejor que tenga el rey para hacerse de súbditos sea exterminarlos, ni el modo mejor de enseñar la religión a un indio sea echarlo en nombre de la religión a los trabajos de las bestias; y quitarle los hijos y lo que tiene de comer; y ponerlo a halar de la carga con la frente como los bueyes!»Y citaba versículos de la Biblia, artículos de la ley, ejemplos de la historia, párrafos de los autores latinos, todo revuelto y de gran hermosura, como caen las aguas de un torrente, arrastrando en la espuma las piedras y las alimañas del monte.

Había acudido doña Guiomar desasosegada y con disgusto a la visita del señor Ginés de Sepúlveda, al que encontró todo mezquino y encogido, y tan espantado como quien se cree en un gravísimo peligro.

El mecanismo de la organización y gobierno de la Comunidad de Teruel, era el siguiente: de conformidad con los fueros de Sepúlveda, había en la ciudad de Teruel un juez universal para todos los pueblos de la Comunidad y alcaldes que conocían de las causas civiles y criminales: de las decisiones del juez de Teruel, parece que no se admitía apelación en la Audiencia del Reino, pudiendo hacerse solo por el recurso llamado de Perorencia: según el fuero se nombraban los jueces por suerte, pero desde 1444 fueron nombrados por los reyes.

Dio el Rey el feudo y honor de Teruel, como se usaba entonces a un rico hombre de Aragón, llamado D. Berenguer de Estenza, y señaló a los caballeros que la poblaron, para su régimen y gobierno, el fuero antiguo que el Rey D. Sancho el Mayor y anteriormente los Condes Fernan Gonzalez y García Fernandez habían dado a los habitantes de Sepúlveda.

Y no sólo vos, respondió Ginés de Sepúlveda, sino vuestra casa y las otras casas adonde fuéredes, como todo lugar en que os encontráredes. Pues mirad, dijo doña Guiomar, si me dais esa milagrosa medalla, os perdono el abrazo que tan sin licencia mía, y tan contra mi voluntad y mi pudor, me habéis dado; que en Dios y en mi ánima, este es el primer abrazo de hombre que he sentido.

Si Sepúlveda, que era el maestro del rey Felipe, defendía en sus «Conclusiones»el derecho de la corona a repartir como siervos, y a dar muerte a los indios, porque no eran cristianos, a Sepúlveda le decía que no tenían culpa de estar sin la cristiandad los que no sabían que hubiera Cristo, ni conocían las lenguas en que de Cristo se hablaba, ni tenían más noticia de Cristo que la que les habían llevado los arcabuces.

Atragantose el familiar cuando, por la propia confesión de los rosados labios de doña Guiomar, reconoció en la ya bastantemente preciada persona que le volvía el seso, un atractivo más, que era el de ser doncella, no embargante lo de viuda, que bien puede ser esto, aunque rara vez suceda y haya de ponerse muy en duda; pero de tal manera lo había dicho doña Guiomar, y con tal y tan ruboroso embarazo, que había que creerlo, y creyolo el señor Ginés de Sepúlveda, y el corazón se le volvió de arriba abajo, y atragantose, y de tal manera, que se estuvo bien cinco minutos sin decir palabra, y mirando espantado a la hermosa indiana, ni más ni menos que si en ella hubiera tenido delante esa ave fénix de la que todos hablan y ninguno ha visto; porque en doncella moza puede con no mucha dificultad creerse, pero creer en doncella viuda, era ya cosa recia.

El rey le daba audiencia, y hacía como que le tomaba consejo; pero luego entraba Sepúlveda, con sus pies blandos y sus ojos de zorra, a traer los recados de los que mandaban los galeones, Y lo que se hacía de verdad era lo que decía Sepúlveda.