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El galán manido se disculpaba con la muchedumbre de sus ocupaciones, hasta que una tarde entró con diversos paquetes de compras, y la dama rondeña vio entre estos el libro, del cual se apoderó al instante con ganas de inaugurar en él la cuenta y razón de un porvenir dichoso. «Pasaré en seguida todo lo que tengo apuntado en este papelito dijo : lo que se trae de casa de Botín, la araña, las alfombras, varias cosillas... medicamentos... en fin, todito.

Ya se sabría el paradero de Nina, o los motivos de su ausencia, cuando Dios se dignara darlos a conocer por los medios y caminos a que nunca alcanza nuestra previsión. Las doce serían ya, cuando sonó un fuerte campanillazo. La dama rondeña y el galán de Algeciras saltaron, cual muñecos de goma, en sus respectivos asientos. «No, no es ella dijo Doña Paca con gran desaliento . Nina no llama así».

También le llamaba mucho la atención Catana. Juraría que se cruzaban entre las dos ciertas ojeadas recelosas de tarde en cuando... Además, la rondeña paraba en el comedor lo menos que podía, huyendo siempre de encontrarse con la mirada de su amo.

¿Quién se resiste a una sorpresa de esa especie? ¿Quién quiere parecer vano? No es eso, sino que... Pues si no es eso me interrumpe, te espero a las dos; en casa se come a la española, temprano. Irá mucha gente; tendremos al famoso X., que nos improvisará de lo lindo; T. nos cantará de sobremesa una rondeña con su gracia habitual; y por la noche, J. cantará y tocará alguna cosilla.

Y no dio más lumbres la rondeña, ni tampoco la cara una sola vez, por más que se la buscaba don Alejandro con gran empeño en cada pregunta que la hacía. Con todos estos misterios, se le aguzaron las aprensiones. Se encerró en su cuarto y se dio a cavilar sobre ellas. Peor. Hasta los granitos de arena se le antojaron montañas. La intranquilidad le consumía.

En cuanto Nieves se fue del comedor, llamó él a Catana con una seña; y llevándosela al rincón más escondido, la preguntó por lo bajo: ¿Qué tiene la niña hoy? La rondeña recibió la pregunta como el diablo una rociada de agua bendita, y contestó bajando mucho la cabeza: , zeñó... ¡Yo digo que tiene algo! afirmó con energía desusada el manso Bermúdez. Po zi zu mercé lo zabe, zabe que yo.

De los puertos de esta costa... Dios sabe de cuál de ellos... Porque ¡cuidado que es línea larga, eh?... Vete pasando la vista sobre ella de extremo a extremo... Lo menos cuarenta leguas. ¡Jezú! Y no rebajo una pulgada, señora rondeña... Y a propósito, ¿para cuándo deja usted el morirse? ¿Por qué no se ha muerto ya? ¿De qué, zeñó? De asombro.

Gracias a los cuidados de Doña Paca, asistida de las chicas de la cordonera, pronto se repuso Ponte de aquella nueva manifestación de su mal, y al anochecer, conversando con la dama rondeña, convinieron ambos en que D. Romualdo Cedrón era un ser efectivo, y la herencia una verdad incuestionable.

Pero el boticario se coló en el vestíbulo por la abertura, y desde allí interrumpió a la rondeña de esta suerte: Ya, ya; pero esa orden no reza, eso es, conmigo; porque vengo, , señor, con su beneplácito... Tenga usted la bondad de prevenirle, eso es, de avisarle, que estoy aquí a sus órdenes.

Cuando dijo la última palabra de esta conocida tesis, Nieves estaba ya sentada a la mesa del comedor, en espera del desayuno; la rondeña, en la cocina para que acabara la cocinera de prepararle, y abocando al pasadizo frontero, don Claudio Fuertes y León, asombrándose de que hubieran madrugado tanto los insignes dueños y señores del caserón de Peleches. Entre buenos amigos ¡Señor don Claudio!