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Verá usted: sucedió lo que dijo Catana que podía suceder: que llegáramos a casa sin que él hubiera salido de su cuarto, donde estaba encerrado toda la mañana escribiendo. Ya se sabe, cuando coge una tarea de esas, que la coge de tarde en tarde, siempre hay que entrar a llamarle para comer.

No podía usted llegar más a tiempo ni en mejor ocasión... ¡Catana!... ¡Catana!... ¿Café? ¿chocolate? ¿cosa de tenedor?... Con franqueza, don Claudio: lo que más apetezca y mejor le siente a estas horas... ¡Catana!... Pero, señor don Alejandro, ¡si yo no acostumbro a desayunarme hasta más tarde!

En esto llegó Catana, con su cabeza gris, su color cetrino, sus ojos negros y bravíos, su sempiterno vestido de indiana muy floreado, y su pañolón negro, de seda, con los picos anudados atrás. ¿Qué manda zu mercé? preguntó desde la puerta. ¿Qué has visto la preguntó a ella su amo , de tantísimo como hay que ver desde esta casa? , zeñó. ¡Cómo que nada?

Alguna niñería de las suyas que me hará reír cuando se descubra... Por de pronto, ese dolor de cabeza de que se me ha quejado y dice que siente desde esta mañana, ya justifica su inapetencia y ciertas salidas de tono que parecen distracciones: si a esto se añade el sobresalto y la agitación con que la pobre vino al mediodía desde el muelle, y que lo de Catana puede ser una aprensión mía, nada más que una aprensión, y lo del vestido... ¡Canástoles!... esto del vestido es de lo más raro que puede darse; ¡pero lo afirma de un modo!...

Catana, con los brazos uno sobre otro, según su eterna costumbre cuando nada tenía que hacer con ellos, y con la cabeza algo inclinada, revolvía los ojos negros y bravíos, de las cosas señaladas a don Alejandro, y de don Alejandro a Nieves, evitando siempre el choque de la mirada de aquél con el rayo de la suya; pero muy poseída del cuadro y acaso, acaso, gozosa, aunque no lo declarara.

Todo está en su punto, señor don Claudio, y nada falta ni sobra... ¡Para declararlo Catana como lo declaró anoche al tomar posesión de sus dominios!... De dos artículos de ello muy importantes, la manteca y el café, no hay que hablar, porque están a la vista las muestras, y ya hemos convenido en que son excelentes...

Pues aguántate aquí a la vera nuestra dijo Bermúdez después de reírse con Nieves de la ocurrencia de Catana, que hablaba siempre con la mayor seriedad , para que te mueras pronto y de una vez, y a gusto mío... Y vamos a ello, empezando por lo de adentro por ser lo peor. Esta pieza en que nos hallamos, como te dije anoche, ¿te acuerdas Nieves? es el salón de recibir, vamos, el estrado.

¡Cabá! saltó la rondeña estremeciéndose : pa que la niña ze malograra a lo mejó... Soltó una risotada el tuerto Bermúdez y dijo: Me gusta que te tiente ese deseo, Nieves, y te prometo satisfacértele muy a menudo, sin los riesgos que asustan a Catana... Mira un vapor... ¿En dónde? En el horizonte... Fíjate bien en el punto que yo señalo. Ya le veo... ¿Le ves , Catana? No le veo, niña.

Nieves prorrumpió en exclamaciones de entusiasmo, y Catana, con los ojos muy abiertos, se quedó como una estatua. Don Alejandro se gozaba como un chiquillo en el éxtasis de las dos.

Endosó a Catana el cargo de acompañar a «la niña» a aquellas horas; pero la rondeña, tras de ser muy mala andadora, gruñía más que andaba al lado de Nieves; y prefiriendo ésta ir sola a tan mal acompañada, redújose a dar así, es decir, sola, unas vueltas alrededor de la casa y por la Glorieta... hasta que poco a poco, hoy por este herbacho, mañana por aquella flor, otro día por el detalle de más allá, fue alargando el radio de sus paseos.