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En tanto Lázaro, que ardía en deseos de tomar una determinación decisiva en su vida, pensaba hablar con su tío aquella misma noche, romper con él, separarse de un hombre que era autor de todas sus desventuras. Deseaba ver á las dos Porreñas, echarles en cara su crueldad y su hipocresía.

Lleno de despecho tomó su sombrero y bajó con las tres ilustres ruinas, que se llevaron una de las llaves de la casa, dejando á Clara la consigna de no salir del cuarto. Elías, que quedaba también en la casa, tenía la otra llave. No hacía cinco minutos que las Porreñas navegaban hacia la calle de San Mateo, cuando llegó el abate Carrascosa muy presuroso y tocó á la puerta. Elías bajó á abrirle.

¿Pero de dónde ha sacado ella ese dinero? dijo la otra. Lo tenía hace mucho tiempo contestó Lázaro, procurando, mientras las Porreñas se ocupaban del oro, prestar algún alivio á la pobre enferma.

La amistad de las Porreñas y don Silvestre y su hermana llevaba ya cuatro años de mutuas cortesías, de mutuas fórmulas urbanas y de confianzas decorosas. Tomaron asiento las tres, y enteraron á sus amigos de quién era aquel joven que decorosamente las acompañaba.

Al día siguiente, la casa de las tres ruinas contenía en su estrecha capacidad seis personas: las tres Porreñas, Clara y dos visitas. Clara y la devota estaban encerradas en la habitación interior, destinada á las prácticas ascéticas.

Hoy no he rezado nada decía la devota á Clara al día siguiente de la entrada de Lázaro en casa de las Porreñas. Estaban sentadas las dos en el sitio de costumbre. Doña Paulita tenía en la mano nada menos que á San Juan Crisóstomo. Clara bordaba en un pequeño telar. Su cara expresaba la más calmosa y profunda melancolía. En cambio la otra parecía muy inquieta, contra su costumbre.

La enferma fantasía de Clara creyó reconocer en aquellas voces un horrible y áspero trío de las Porreñas, que volaban, envueltas en espantosas nubes, dando al viento las voces de su impertinencia, de su amargo despecho y de su envidia.

¡Usías son tan buenas!... son las únicas personas que pueden ofrecer algún consuelo entre las borrascas del día dijo Coletilla con voz menos áspera que de ordinario, pues sólo era afable tratándose de las Porreñas. Usías le harán comprender lo que han sido y lo que son todavía, porque aunque esto se ha desquiciado, aún quedan personas de aquel tiempo tan grandes y nobles como entonces.

, señor; pero hay que pasar por la casa del carbonero, que tiene salida á la otra calle. Bien; por ahí saldremos. El coche espera en las afueras del portillo de Gilimón. Los hombres que yo he traído están en la tienda. Que entren, y saldremos todos por esa otra calle. Pocos momentos después salían todos, incluso el perro de las Porreñas, á quien Clara no quiso abandonar.

Pues yo venía á avisárselo á ustedes para que evitaran que otra vez pasara. Es el caso que en la buhardilla de la casa en que yo vivo hay una puertecilla que da á la buhardilla de esta casa. La cara que pusieron las Porreñas no cabe en ninguna descripción.