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Poníase en escena Roberto, y esta obra me recordaba mi primera entrevista con Arturo. Me expliqué entonces su tristeza, su preocupación, y pensé en que el mismo Meyerbeer no podría menos de concederle su perdón por no haber escuchado el sublime trío de Roberto.

¿De qué demonios se ríe usted? De cuatro convidados, al figurármelos en torno de cierta mesa... Y volví a soltar la carcajada, pensando en la ridícula derrota del formidable y malparado trío. Y como habrá observado el lector, cumplí mi palabra y no disparé hasta que mis enemigos rompieron el fuego.

Quise asegurarme de ello, y al terminar el ensayo, después del admirable trío del quinto acto, subí al piso segundo. Meyerbeer, que deseaba hablar conmigo, me acompañaba. Llegamos al palco, cuya puerta estaba entreabierta, y vimos al desconocido con la cabeza oculta entre las manos.

Oían tres misas y parte de una cuarta. Si era domingo confesaban, y después volvían á casa, quedándose generalmente doña Paulita en el locutorio á hablar de las llagas de San Francisco. Después hacían labor. Una vez al año visitaban á cierta condesa vieja que las conservaba alguna amistad á pesar de la desgracia. Llegada la noche, rezaban á trío por espacio de dos horas, y después se acostaban.

La enferma fantasía de Clara creyó reconocer en aquellas voces un horrible y áspero trío de las Porreñas, que volaban, envueltas en espantosas nubes, dando al viento las voces de su impertinencia, de su amargo despecho y de su envidia.