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Oían tres misas y parte de una cuarta. Si era domingo confesaban, y después volvían á casa, quedándose generalmente doña Paulita en el locutorio á hablar de las llagas de San Francisco. Después hacían labor. Una vez al año visitaban á cierta condesa vieja que las conservaba alguna amistad á pesar de la desgracia. Llegada la noche, rezaban á trío por espacio de dos horas, y después se acostaban.

Cuéntase de los Castilla, para comprobar lo ensoberbecidos que vivían de su alcurnia, que cuando rezaban el Avemaría usaban esta frase: Santa María, madre de Dios, parienta y señora nuestra, ruega por nos.

No faltaban príncipes que, en vísperas de alguna batalla, viniesen a implorar el auxilio militar del Apóstol contra sus enemigos. Fuera de la catedral, unos hombres, sentados en cuclillas, iban apilando a su alrededor monedas de todos los países. Eran los cambiantes, padres de nuestros actuales banqueros. Dentro, los peregrinos, agrupados por nacionalidades, rezaban y cantaban.

Las libreas de aquellos hombres eran del duque de Lerma. Detrás del lecho se veía la manguilla negra de terciopelo bordado de oro, y con la cruz dorada de la parroquia de San Martín. El cura y los clérigos de la parroquia, y en medio de ellos el inquisidor general con sus hábitos negros y blancos de dominico, rezaban.

Los murciélagos revoloteaban en las encrucijadas de las columnas, queriendo prolongar algunos instantes su posesión del templo, hasta que se filtrase por las vidrieras el primer rayo de sol. Pasaban volando sobre las cabezas de las devotas que, arrodilladas ante los altares, rezaban a gritos, satisfechas de estar en la catedral a aquella hora como en su propia casa.

En la lámina están unas niñas griegas, poniendo sus muñecas delante de la estatua de Diana, que era como una santa de entonces; porque los griegos creían también que en cielo había santos, y a esta Diana le rezaban las niñas, para que las dejase vivir y las tuviese siempre lindas.

Muchos tripulantes, en el delirio ya de la desesperación, blasfemaban o rezaban y no acudían a la maniobra.

Rezaban en alta voz, hacían sacerdotes a sus hijos, buscaban influencias para meter a sus hijas en los conventos, figuraban como gente de dinero entre los partidarios de las ideas más conservadoras, y sin embargo pesaba sobre sus personas la misma antipatía que en otros siglos, y vivían aislados, sin que ninguna clase social quisiera aliarse con ellos.

Las cuatro hijas rezaban siempre en un mismo sitio, bajo la mirada persistente de su madre. Á la más leve distracción, al más insignificante descuido, la madre gritaba con aspereza: «¡Matilde!... ¡Laura! ¿queréis estaros quietas?» D. Álvaro entonces interrumpía un instante su paseo, callaba, y dirigía á las culpables una mirada precursora de algún castigo.

Cuatro individuos, de rodillas, con sendos cirios delante, rezaban el rosario. Busqué el rincón más retirado, y allí oré, oré con fervor de mujer, con sencillez de niño.