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El alférez soltaba una carcajada. Otra carcajada de Juan Montiño contestaba á la del alférez. Los aporreados blasfemaban y apretaban los puños. Pero Juan Montiño los había acorralado en un rincón, y dominados ya, les sacudía que era una compasión. Aquello había pasado á ser una burla feroz. Era el desprecio mayor que podía hacerse de dos hombres.

Había en las filas renacuajos de dos pies de alto, con las patas en curva y la cara mocosa, que blasfemaban como carreteros; había quien, mudando los dientes, escupía por el colmillo; había quien llevaba una colilla de cigarro detrás de la oreja y una caja de fósforos en un hueco, que no bolsillo, de la ropa.

En vez de vadear el río prefirió dar un rodeo yendo por Puente de Arco. No era nuestro capellán hombre osado más que con las bellas. Antes de llegar al puente tropezó con un grupo de mozos. Bien comprendió en seguida que era una cuadrilla de mineros, pues los mozos de Laviana no blasfemaban del modo que aquéllos lo venían haciendo en altas voces.

Le escuchaban como un oráculo, y si alguna vez en el calor de la improvisación les largaba un soplamocos, blasfemaban un poco por dignidad y volvían en seguida a las buenas.

Muchos tripulantes, en el delirio ya de la desesperación, blasfemaban o rezaban y no acudían a la maniobra.

Defendía la conducta del cabecilla asesino Rosas Samaniego, que estaba entonces preso en Estella, y le parecía poca cosa el echar a los hombres por la sima de Igusquiza, tratándose de liberales y de hombres que blasfemaban de su Dios y de su religión. Contó el tal viejo varias historias de la guerra carlista anterior. Una de ellas era verdaderamente odiosa y cobarde.