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Si esta noche no está aquí el pájaro, mandarín, sobre las cabezas de los mandarines he de pasear esta noche. ¡Tsing-pé! ¡Tsing-pé! salió diciendo el mandarín mayor, que iba dando vueltas, con los brazos abiertos, escaleras abajo. Y los mandarines todos se echaron a buscar al pájaro, para que no pasease a la noche sobre sus cabezas el emperador.

Además, cosquilleaba fuertemente su vanidad la irónica situación que resultaba de ser él, con sus rotundas negaciones religiosas quien pasease ante la muchedumbre devota el Dios del catolicismo. Este espectáculo le hacía sonreír. Casi era un símbolo.

Si quedaba condenada a hacer el papel de esquina de la Puerta del Sol y, por consiguiente, a sufrir que le pegasen carteles en la cara, que se recostasen contra ella, etc., etc., el profundo Núñez no soltaba la presa en tanto que no pasease las manos por todas las regiones de su cuerpo.

El médico del colegio, que vino a visitarlo, le dijo que tenía una afección hepática, una ictericia, y que era de todo punto necesario que se distrajese, pasease largo, y mejor que a pie, a caballo. Pero don Juan no era jinete, por más que sobresaliese en otros ejercicios gimnásticos, y no quería verse expuesto a ser derribado.

Una tarde fue al Retiro en una victoria tirada por un buen caballo, con cochero previamente instruido y seguro de ser gratificado. Debía éste, mientras don Juan pasease a pie, no perderle de vista, aproximarse a una seña convenida y seguir luego tras la berlina de Cristeta. La traza no era mala; pero falló.

Subía el príncipe la escalera para ocultarse en sus habitaciones altas, cuando le alcanzó el coronel; y antes de que éste le hablase, lo interpeló con violencia. No quería ver á la enfermera... Que pasease con sus ingleses por todos los jardines: podía disponer de ellos como si fuesen de su propiedad; pero que le dejase tranquilo.

Y el emperador dio permiso para que el domingo sacase el maestro al pájaro a cantar delante del pueblo, que parecía muy contento, y alzaba el dedo y decía que el con la cabeza; pero un pobre pescador dijo «que él había oído el ruiseñor del bosque, y que éste no era como aquél, porque le faltaba algo de adentro, que él no sabía lo que era». El emperador mandó desterrar al ruiseñor vivo, y al otro de la caja se lo pusieron a la cabecera, en un cojín de seda, con muchos presentes de joyas y de argentería, y lo llamaban por título de corte «cantor de alcoba y pájaro continental, que mueve la cola como el emperador se la manda mover.» Y el maestro de música se sintió tan feliz que escribió un libro de veinticinco tomos sobre el ruiseñor artificial, con muchos esdrújulos y palabras de extraña sabiduría; y la corte entera dijo que lo había leído y entendido, de miedo de que los tuviesen por gente fofa y de poca educación, y de que el emperador se pasease sobre sus cabezas.

Déjame acabar esta docena decía sin levantar la cabeza, tenaz en el trabajo, deseosa de no perder un segundo. Maltrana sentíase avergonzado por este sacrificio. En la calle se acordaba de Feli con remordimiento. Era abominable que él pasease inactivo, mientras la pobre joven vivía trabajando en este ambiente de horno.

Todo se sabía en aquella ciudad. Hasta la casa azul llegaba el eco de las murmuraciones. La hortelana la había recomendado bondadosamente que no pasease mucho por el río: podía pillar unas tercianas.

Ella, seguida de su madre, acompañaba al herido para que pasease por el Bosque. Sus miradas se volvían fulminantes cuando, al atravesar una calle, automovilistas y cocheros no retenían su carrera para dejar paso al inválido... «¡Emboscados sin vergüenza!...» Sentía la misma alma iracunda de las mujeres del pueblo que en otros tiempos insultaban á René viéndole sano y feliz.