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Se adivinaban en él las preocupaciones más nimias y pueriles en todo lo referente al adorno de su persona. El traje, de lanilla gris, aparecía realzado por la unidad de la corbata, los calcetines y el pañuelo asomado al bolsillo del pecho.

Por fin no pudo resistir; colose dentro del ventorrillo, y tomando asiento junto a una de aquellas despintadas mesas, empezó a palmotear para que viniera el mozo, que era el mismo Tartera, un hombre gordísimo, con chaleco de Bayona y mandil de lanilla verde rayado de negro.

El talabartero, vestido como un señor, buen terno de lanilla clara y sedoso fieltro blanco, se ofrecía a las mujeres para enviar noticias, aunque estaba furioso contra la grosería de su ilustre cuñado. ¡Ni siquiera le había ofrecido un asiento en el coche de la cuadrilla para llevarlo a la plaza!

No me hables de ellas.... ¡Valientes imbéciles! Ni en las aleluyas del mundo al revés.... Se visten como los hombres, con lanilla inglesa; van feas como demonios con esos colores de enterrador, apagados, sombríos; y en el verano gastan, cuanto más, percal de tres reales, con lo que creen ir tan elegantes. ¡Oh, aquellos tiempos míos!

Capaz eres de gastar un sentido y ponerlos muy llamativos, con unos canastos en la cabeza que les hagan sudar el quilo. Yo me pondré el jipijapa que Agustín se dejó olvidado, y con mi levisac de lanilla, el que me hice hace seis años, y mi traje mahón que siempre parece nuevo... tan campante.

A todo esto, noté que no se desarrebozaba, y pregunté como nuevo para saber la causa de estar siempre envuelto en la capa, a lo cual respondió: -Hijo, tengo en las espaldas una gatera, acompañada de un remiendo de lanilla y de una mancha de aceite; que en mi hato, aunque caminéis a cualquiera parte, nunca saldréis de la Mancha, que parece que hago caravanas para lechuza u que retozo con algunos candiles.

Por aquí colgaba á guisa de pendón, una pieza de lanilla encarnada; por allí un ceñidor de majo; más allá ostentaba una madeja sus innumerables hilos blancos, semejando los pistilos de gigantesca flor; de lo alto pendía algún camisolín, infantiles trajes de mameluco, cenefas de percal, sartas de pañuelos, refajos y colgaduras.

Se contemplaba de los pies a los hombros, satisfecho de su aspecto, enfundado en un traje de lanilla negra, que le hacía sudar, ocultas las manos en guantes obscuros y sosteniendo en una de ellas un saquito de viaje.

Desaparecían igualmente las altas botas oliendo a sebo, las camisas rojas ceñidas al talle por una cuerda, los gorros de piel, las sacerdotales hopalandas. Todos se mostraban unificados por el sombrero hongo y el terno de lanilla comprado previsoramente en un almacén de Europa. Mujeres y chiquillos eran empujados casi a viva fuerza al baño obligatorio con rudos fregoteos de jabón.

Iba estirado, satisfecho dentro de su traje de lanilla inglesa, algo incómodo por el cuello de la camisa almidonado y de bordes punzantes; pero le bastaba lanzar una mirada a sus botas de charol y a la corbata, siempre de colores vivos, para darse por satisfecho de todas las molestias que le causaba su transformación. La mamá y las hermanitas le contemplaban con asombro. ¿Qué creían ellas?