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El que enseñaba por la noche el abesedario á los pinches y era novio de esa que llaman La Charanga. ¡Cómo está Gallarta, Señor Dios! Ya se conoce, pues: la iglesia siempre vasía. Lo de siempre murmuró el médico. El crimen pasional. A estos bárbaros no les basta con vivir rabiando y se matan por la mujer. Aresti andaba ya, calle abajo, cuando la vieja le llamó desde la puerta.

Y las señoras de Gallarta, las esposas de los contratistas, antiguas aldeanas que se aburrían en sus flamantes chalets construidos en las afueras del pueblo, sentían enfermedades nunca sospechadas en tiempos anteriores, sólo por el gusto de hablar con el doctor, que á más de su ciencia llevaba con él algo de la grandeza de Sánchez Morueta y de las altas clases de Bilbao hasta las cuales soñaban con llegar algún día.

Aquí no hay más que Vizcaya y su Señora santísima. Pregunte usted si quieren volver á las andadas, á muchos de los contratistas de Gallarta. Yo los he conocido de aduaneros carlistas, descalzos y muertos de hambre, y ahora van camino de millonarios. Vea usted á muchos dueños de las minas que en su juventud cogieron el fusil. Necuacuam, ninguno sueña remotamente con una nueva guerra.

La hermosa bestia de los tiempos primitivos, satisfecha de que los machos se maten por poseerla... Esto sólo se ve aquí. Y Aresti sonreía con la satisfacción del naturalista que contempla en su gabinete un animal extraordinario. Llegaban de Gallarta nuevos grupos atraídos por la noticia del asesinato. El juez mostraba prisa por ir con la pareja de miñones en busca de los criminales.

En Gallarta había un jayán, vencedor en todas las apuestas, que los contratistas llevaban á sus cenas, cuidándolo como si fuese una mujer amada, tentándole los músculos para apreciar si su vigor decrecía, engordándolo á todas horas con champagne y fiambres, con igual mimo y cuidado que si fuese un gallo de pelea.

Los de Gallarta, en cambio, no sabían quién era aquel contendiente desconocido. Cuando la gente de Azpeitia iniciaba el reto, estaba segura indudablemente de la superioridad de su barrenador. Aquello parecía una encerrona: había que ser prudentes.

Dos médicos tenía á sus órdenes en el hospital de Gallarta, pero aquel día estaban ausentes: el uno en Bilbao con licencia; el otro en Galdames desde la noche anterior, para curar á varios mineros heridos por una explosión de dinamita.

El ingeniero priva en otros países como un primer galán del porvenir; pero aquí, ¡hijo mío!, el héroe de moda, el que arrambla con todo, es el abogado salido de Deusto. Y antes de que Sanabre volviera á hablar de su amor, el médico añadió, cogiéndole de un brazo: Vaya; enséñame todo eso. Piensa que aún tengo que ir á Gallarta.

Los empleados, que le conocían vagamente como pariente del principal, volvieron á enfrascarse en su trabajo, mientras Sanabre, todavía atolondrado por la inesperada visita, le ofrecía una silla junto á la ventana. El doctor explicaba su presencia allí. Había bajado de Gallarta, llamado por la mujer de un antiguo contratista que ahora vivía en el Desierto. Inconvenientes de la popularidad.

En Pucheta, que era donde vivían los más levantiscos, habían ido á navajazos un día de paga, por negarse dos trabajadores á satisfacer su deuda en la tienda de un protegido de los contratistas. Se hablaba de un gran mitin en la plaza mayor de Gallarta, al que asistirían todos los mineros para acordar la huelga, en vista de que no era admitida su petición en favor del pago semanal.