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Actualizado: 6 de julio de 2025


La despreocupación religiosa era general en las minas: sólo se pensaba en el dinero y el trabajo. Era viudo, con una hija, y para ligarse más íntimamente con sus protectores, la tuvo durante seis años en un colegio de Inglaterra, volviendo de allá la muchacha con un exterior púdico y unas costumbres de confort que regocijaban á toda Gallarta.

Y con toda su fama de práctico de los hospitales de París, con la popularidad que le habían dado en la villa sus arriesgadas operaciones, fué á aislarse en las minas, cuando aún no tenía treinta años, viviendo en una casita de Gallarta con sus libros y su vieja criada Catalina.

La noche anterior había cenado Aresti con unos cuantos contratistas de las minas, lo más distinguido de Gallarta; antiguos jornaleros que iban camino de ser millonarios y, no pudiendo coexistir con sus antiguos camaradas de trabajo, ni tratarse con los burgueses de Bilbao, se pegaban al médico acosándolo con toda clase de agasajos.

Cerca ya de Gallarta, al quedar solo el doctor, vió venir hacia él un hombre montado en una burra blanca, tan grande y tan fuerte que casi parecía una mulilla. Por la cabalgadura conoció Aresti desde muy lejos á don Facundo, el cura párroco de Gallarta.

Pero ya se podía preguntar por él, lo mismo al gobernador de Bilbao que al último pinche de Gallarta: nadie se mostraba insensible ante su nombre. Desde lo alto del Triano se veían minas y más minas, ferrocarriles con rosarios de vagonetas, planos inclinados, tranvías aéreos, rebaños de hombres atacando las canteras: de él, todo de él.

El que apostaba por ellos me dijo después con su filosofía de palurdo: «Estaba seguro de mis muchachos: el animal, cuando ve satisfecho su apetito, ya no quiere más, y el hombre, como tiene amor propio, puede seguir comiendo hasta que reviente». Y no se equivocaba: dos de ellos me dieron mucho que hacer, y á los pocos días, el cura de Gallarta montado en su burra blanca, los acompañó cantando hasta el cementerio.

En los pisos bajos estaban los establecimientos de Gallarta, tabernas en su mayor parte. Algunas ventanas con vidrios empañados servían de escaparates, exhibiendo zapatos ó quincalla oxidada y vieja, restos de saldos de la villa, enviados á las minas donde todo se compra sin protesta malo y caro.

Pero cierta mañana apareció tendido en el camino uno de los primeros borrachos de Gallarta, con un brazo fracturado y la cabeza rota, y ya no volvieron á salir fantasmas, ni nadie sintió deseos de adornar la catástrofe con grotescas apariciones. El recuerdo de los enterrados fué borrándose en la memoria de todos.

Me han quitado la planchas, don Luis. Quieren que me vaya. Los ricos de Gallarta, todas esas gentes que he conocido pobres como yo, me odian y me tienen miedo. El amo de la barraca no sabe cómo echarme. Hace una semana me han quitado la techumbre, la lluvia cae en mi casa como en la calle, pero el Barbas firme en su puesto con la compañera.

No era caso de gravedad: inapetencia, cansancio. Quería abarcar demasiado y los negocios minaban su salud. Es la crisis que él temía pensó el médico. Pero cuando no me llama sus razones tendrá... Debe haber cambiado mucho aquella casa. Y seguía en Gallarta, con el propósito de no visitar á su primo hasta que éste le llamase. Un día, en Bilbao, se encontró en el Arenal con el capitán Iriondo.

Palabra del Dia

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