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Existía pendiente una apuesta ruidosa, en la que se interesaban todos los notables de Gallarta. El Chiquito de Ciérvana, el barrenador famoso, había recibido una especie de reto de un desconocido de Guipúzcoa, para que midiese sus fuerzas con él. El encuentro debía verificarse en Azpeitia, el centro de las fiestas vascas.

Los mineros miraban al barrenador rústico, y después cambiaban entre ojeadas de asombro. ¡Pero, aquel animal, no descansaba nunca! Palidecían como si de golpe se alterase su digestión, poniéndose de pie dentro de su estómago, todas las buenas cosas traídas de Bilbao y rociadas con Cordón Rouge.

Sus palabras evocaban en el pensamiento del médico las minas, con su población miserable, roída por las necesidades materiales y la desesperación de los que sienten sed de justicia. Desde aquellos picachos rojos, transformados y revueltos por el pico del peón y el trueno del barrenador, un nuevo peligro espiaba á la villa opulenta y feliz.

Un grupo de gente del pueblo le interrumpió. Venían para llevarse al Chiquito: querían agasajarlo con la generosidad que da la victoria. No debía entristecerse: ya habían visto todos que era un gran barrenador. Otra vez ganaría él. Además, la cuestión había sido con aquellos señores tan fanfarrones: él no era más que un mandado.

Los ricos de allá hablaban con desprecio de las gentes de las minas, como si no fuesen capaces de tomar parte en la apuesta, presentándose en Azpeitia al lado de su barrenador. Los contratistas de Gallarta gritaban enardecidos. ¡Vaya si irían! ¡Y menuda paliza les aguardaba á los guipuzcoanos pretenciosos! ¡Atreverse con el Chiquito de Ciérvana, que era la gloria más grande de las Encartaciones!

Se doblaban en incesante vaivén, á pesar de su corpulencia; mugían ¡haup, haup! con toda la fuerza de sus pulmones, como si con sus gritos pudieran hacer entrar más adentro la palanca del barrenador.

Todos querían ver á los contendientes y se empujaban, ansiando pasar su mirada por encima de los hombros que tenían delante. El barrenador guipuzcoano era un mocetón mofletudo, de ojos abobados, ruboroso y con cierto miedo, al verse objeto de todas las miradas.

¡Olé, Chiquito! gritaron agitando sus manos cargadas de pedrería. ¡Haup!... ¡haup! Y en discordante coro juntaban sus voces á las de los dos vizcaínos que servían de auxiliares á su barrenador.

Los padrinos, con los brazos inactivos, pero con los pulmones cruelmente dilatados por la angustia, se cansaban más aún que el barrenador. Los dos esperaban con las barras levantadas por encima de la cabeza. Dieron la señal los directores de la apuesta y en la plaza estalló una aclamación semejante á la que acoge la partida de los caballos en una carrera. Después se hizo el silencio.

Lanzaban retos á las gentes de otros pueblos de Vizcaya y aun de Guipúzcoa, llevando en triunfo á su barrenador favorito, para que luchase con los más fuertes de otras comarcas.