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Su contendiente de ajedrez estaba en unos baños. «¡Claro! todo el mundo se estaba bañando». Aunque don Víctor otros veranos, si bien pasaba junto al mar un mes, no se bañaba más que dos o tres veces, ahora echaba de menos todos los días la frescura de las olas.
Su contendiente había comenzado el último sin apresurarse y sin descansar, lanzando en torno una mirada triste de buey fatigado que contempla el horizonte con el deseo de que se oculte pronto el sol, para volver al establo. Los mineros ansiaban una catástrofe, un temblor del suelo, algo que les permitiese huir de allí, sin encontrarse con los ojos de aquellas gentes.
En cambio, el Chiquito deteníase algunas veces, lanzaba en torno una mirada satisfecha, se escupía en las manos, y agarrando de nuevo el perforador continuaba el trabajo. Su burdo contendiente aún no se había detenido una sola vez: golpeaba la piedra, con la cabeza baja, mostrando la pasividad resignada del buey que abre un surco sin fin.
Entablóse una acalorada disputa. El dialéctico tabernero llevó, como es natural, la mejor parte. Al cabo deshizo, pulverizó á su adversario. Como hubo murmullos de aprobación y risa comprimida, el minero quedó fuertemente desabrido. Martinán, una vez derrotado su adversario, ya no se acordó más de él y se mezcló á otro grupo buscando nuevo contendiente.
Llegó a la sacristía y encontró al Arcipreste, al ilustre Ripamilán, disputando como si se tratara de un asalto de esgrima, con aspavientos y manotadas al aire; su contendiente era el Arcediano, el señor Mourelo, que con más calma y sonriendo, sostenía que la Regenta o no era devota de buena ley, o no debía haber ido al teatro en noche de Todos los Santos.
Y prosiguió diciendo, con grandes ponderaciones y mucho misterio, que el otro contendiente era sir Roberto Beltz, capitán de guardias agregado a la embajada inglesa, hombre muy posma, muy preguntón, muy aficionado a investigar el porqué de todas las cosas, y metódico y ordenado hasta el punto de reírse por la mañana de los chistes oídos la noche antes.
Seguramente pasaba de veinte metros, ¡una falsedad! ¡una villanía!... ¡Que Dios y los caballeros se lo perdonasen! Otra vez salió á luz la pieza de cinco francos. Había que sortear el sitio de cada contendiente. El capitán parisién acogió la proposición con aire aburrido. ¡Pero si le he dicho que haga lo que quiera!... Lewis runruneaba de impaciencia por debajo de su bigote.
Entraron algunos vecinos, para quienes no era nuevo aquel laberinto, aunque hasta entonces no había ocurrido pendencia tan ruidosa en casa de Nazaria; entró también Romualda dando gritos, y todos se dedicaron a la grande obra de la pacificación. Cada contendiente se vio rodeado de un grupo y oyó las exhortaciones más razonables. ¡Cosa extraordinaria!
Los de Gallarta, en cambio, no sabían quién era aquel contendiente desconocido. Cuando la gente de Azpeitia iniciaba el reto, estaba segura indudablemente de la superioridad de su barrenador. Aquello parecía una encerrona: había que ser prudentes.
Palabra del Dia