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Frente a nosotros estaba la de Enríquez, con su novio; más allá, la mamá y la tía Etelvina, y en medio de ellas, don Alejandro, más sombrío y ojeroso que nunca. Elenita charlaba por los codos con el pollo Lisardo. Joaquinita y Suárez hablaban, aunque no tan animadamente, allá lejos, cerca de los marineros, y Pepita se encargaba de darnos matraca a todos.

Únicamente cuando el conde quiso hablar de nuevo de mis amores, le hizo seña para indicarle que no convenía delante de testigos. Pero aquél, o no la vio o no quiso ceder a la indicación, porque siguió despachándose a su gusto acerca del tema. Mi prima Tula es muy rara... Aquí ésta la conoce bien...¿Verdad, Etelvina?

Doña Anuncia se puso en pie al lado de la chimenea pseudo-feudal: dejó caer sobre la alfombra La Etelvina, novela que había encantado su juventud, y exclamó: Señorita... hija mía; ha llegado un momento que puede ser decisivo en tu existencia. La caridad es inagotable, pero no lo son nuestros recursos.

Como nos hallásemos deliberando sobre esto, presentáronse Isabel y la tía Etelvina, y sin más dilaciones cogieron a Gloria y la hicieron montar en un coche con ellas, llevándola a casa. El conde no había podido venir a causa de su indisposición. En casa de él, como pariente y persona caracterizada, quedó, pues, depositada mi animosa Gloria. TROPIEZO DE NUEVO CON EL MALAGUE

No cabía duda: me estaba mirando. Bajamos de nuevo al pueblo, y advertí que Suárez, por más que hizo, no consiguió emparejarse con ella. Se había cogido del brazo de su tía Etelvina y hablaba animadamente sin hacer caso de él, hasta que, despechado al fin, se acercó a acompañar a una de las de Enríquez. «Bueno va», dije para con viva alegría, que me brotaba a la cara.

Su hija le envolvía, mientras hablaba, en una mirada de admiración y cariño que él no parecía observar. Sin embargo, la trataba con mimo: no la llamaba más que «chiquita», y la atendía en la mesa como a una dama festejada. De la prima Etelvina hacía poco o ningún caso.

La casa, un poco sombría por el abandono del conde, el humor tétrico de la tía Etelvina y el carácter débil de Isabel, había cambiado notablemente de aspecto. Estaba ahora riente, sonora, gozosa, merced al ambiente de franqueza y alegría que mi adorada esparcía en torno suyo. El conde paraba más tiempo en casa.

Después supe que era una parienta lejana, llamada Etelvina, que el conde había buscado para acompañar y autorizar a su hija, según los casos. El almuerzo fue sencillo. En Andalucía no se da a la mesa la importancia que en los países del Norte. Observé que el conde comía poco, lo cual, según me dijo, le pasaba casi siempre a la hora de almorzar, quizá por levantarse tarde.

Joaquinita también me llamó. Hice como que no la oía y fui a sentarme entre la señora de Enríquez y Etelvina, un par de setentonas. Los remos, como grandes antenas, comenzaron a maniobrar sobre el agua amarillenta. Pasamos al lado de grandes vapores, cuyos vientres colosales, pintados de rojo, parecía que iban a aplastarnos.

La tía Etelvina, que acostumbraba pasar el día encerrada en su habitación, buscaba ahora la compañía de las jóvenes, y a menudo su rostro de piedra se contraía con una sonrisa al escuchar las salidas de la huéspeda. Hasta los criados servían con más agrado y eran más locuaces. No dejaba de sorprenderme, sin embargo, aquella alegría y aturdimiento de Gloria.