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La noche estaba ya encima. Se trató de partir; pero la mayoría de los jóvenes decidió, contra la minoría de los viejos, que nos estuviésemos aún otro ratito. Se jugó todavía al escondite, a la gallinita ciega, y nos divertimos en ver furioso al tío de Elenita, que a todo trance quería marchar.

Elenita y el pollo desconocido, que ya se habían asaeteado bastante con los ojos, comenzaron a charlar por detrás de la cabeza de jabalí del presbítero don Alejandro, que tenía las enormes cejas temerosamente fruncidas y el rostro contraído por una expresión de dolor y de ira que ponía espanto. Finalmente, y esto era lo que verdaderamente me interesaba, Gloria y Suárez no cerraban la boca.

Elenita sostenía que su tío no sudaba agua como los demás, sino café con leche; y como todos los ojos se volvían, sonrientes, a mirarle, el buen señor no podía ocultar su despecho. Cada cual comenzó a hablar con los que tenía al lado. Isabel y Villa empeñaron una conversación animada. La de Enríquez y su novio, lo mismo.

Así que con disimulo alcé un si es no es el visillo, apliqué el ojo, y cuando la señora se inclinó para tomar el vaso de agua quedé asustado viendo que era Elenita. ¿Cómo? ¿Qué está usted diciendo? ¿Mi cuñada Elena? La misma, Tristanito, la misma. ¡No puede ser! Le digo que la he visto tan bien como le estoy viendo a usted ahora. ¿Y no pudo usted haberse equivocado? ¿Que fuese una mujer parecida?

Observé también que la noche en que, previo anuncio, se daba sesión de linterna, la concurrencia era mucho más numerosa. El que estuvo a punto de echar a perder aquel sabroso recreo fue el tío de Elenita, que en lo más interesante de él se puso a gritar, indignado, que le habían dado un beso. Nunca pudo saberse quién había sido el desdichado agresor.

La obediencia es una virtud que hará las veces de la austeridad. Estoy seguro de que no me darás el disgusto de resistirte. Elena sonrió y presentó el plato sin decir palabra. Lacante se puso muy contento por aquella sumisión sin echarlas de víctima ni sombra de enfado. Cuando llegué, lo encontré radiante. Es buena muchacha la tal Elenita, querido. Nada gazmoña ni rebelde.

Al oír el grito de Elena levantó la cabeza y en sus labios sinuosos y amoratados se dibujó una sonrisa feroz. ¿Conque también se viene usted por aquí, Elenita? ¿Y no tiene usted miedo a las fieras? La esposa de Reynoso quedó inmóvil, petrificada, sin poder responder una palabra. Hizo esfuerzos por sonreír, pero resultó una mueca. ¡Oh!

Yo no lo digo por modestia. La luna apareció por encima de las azoteas de la ciudad cuando ya estábamos próximos al muelle. Inicié un aplauso a la diosa de la noche, y todos me secundaron con vivo palmoteo. Isabel manifestó que era lástima meternos en casa, y nos propuso dar la vuelta y pasearnos un rato, lo cual hicimos contra la voluntad expresa del tío de Elenita.

Si decía, verbigracia: «Elenita, ¿por qué no canta ustedla interpelada le miraba la cara con temor, y en la de los demás empezaba a dibujarse una sonrisa que quería significar: «¿Qué coba se traerá este señorSi expresaba su sentimiento por cualquier desgracia de un prójimo, aunque lo hiciese con sinceridad, no faltaba alguno que exclamase riendo y poniéndole una mano sobre el hombro: «¡Don Acisclo, usted no perdona a nadie!» Y D. Acisclo, halagado en su talento humorístico, aunque no hubiese tenido intención de burlarse, comenzaba desde aquel punto a hacerlo.

Y volviendo repentinamente la cabeza se puso a gritar desesperadamente: ¡Tristán! ¡Clara! ¡Tristán! ¡Nanín! El buen Barragán quedó asustado de aquel susto y acercándose más exclamó con dulzura: ¡No tenga usted miedo, Elenita! ¡Si estoy aquí yo! Además, esto está muy bien guardado. ¡Clara! ¡Tristán! ¡Nanín! ¡Pero, Elenita, si estoy aquí yo!