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Carmen y Lucía son mellizas, muy lindas ambas y bastante vivaces, sobre todo Lucía, mi ahijada. Apenas cuentan 16 años. A Estefanía, mi hermana, le urgía mucho esta presentación. Yo la decía con frecuencia que me parecía pronto para lanzar a las niñas al torbellino del mundo.
Clementina la miró con sorpresa: ¿Esas tenemos?... Conque después que has sido tú la que.... Es que, señora articuló Estefanía poniéndose todo lo colorada que permitía su tez , si ahora le despide, me van los demás a tomar ojeriza. ¿Y a ti qué te importa? La doncella insistió con muchas veras y cada vez con palabras más suplicantes y persuasivas. La señora negó poco tiempo.
Aquí era donde celebraba esos coloquios secretos, tan sabrosos para las mujeres, donde su pensamiento se vacía por entero, pasando de lo más escondido y profundo a las frivolidades del día, los pormenores del traje y de la moda. Pocos segundos después de quitarse el sombrero apareció Estefanía. Era una jovencita pálida con hermosos ojos negros.
Mañana avisaremos al médico a ver si te da algún remedio. No, señora, no se apresuró a contestar Estefanía . Esto no es nada. Ya pasará. Algunos minutos después bajaba la dama al salón, deslumbrante de belleza. Estaba ya en él Osorio paseando con su amigo y comensal, casi cotidiano, Bonifacio. Era un señor grave y rígido, de unos sesenta años de edad, calvo, de rostro amarillo y dientes negros.
Clementina, odiándola en el fondo del alma, le guardaba más consideraciones que a ninguna de sus amigas. La alta nobleza de su título, su carácter severo, y hasta su fanatismo la hacían respetada en los salones, a los cuales prestaba realce su presencia. Subió a su cuarto seguida de Estefanía, aquella doncellita tan enemiga del cocinero. Estrenaba un magnífico traje color crema, descotado.
Su esposa, que lo ama tiernamente, vive en su ausencia en tranquilo retiro; pero una de sus damas, enamorada del conde Vela, forma el plan aleve de escribirle cartas amorosas en nombre de Doña Estefanía, y en invitarlo á una entrevista nocturna.
Este Rey trata de casar á su hermana Estefanía con uno de sus vasallos. Los pretendientes á su mano son el conde Vela y Don Fernán Ruiz de Castro. La Princesa se decide por el último, y deja que el Conde se abrase en un amor sin esperanza. Fernán Ruiz, poco después de sus bodas, se ve obligado á acompañar al Rey en una expedición contra los moros.
Llamado por Fernando, a quien Estefanía dió el encargo, no tardó en presentarse en la puerta del gabinete el cocinero, con los atavíos del oficio, esto es, con mandil y gorra blanca; todo blanquísimo. Era un mocetón de treinta años, de rostro fresco y no desgraciado, con largas patillas negras.
Un puñado de trapos, otro de joyas, algunos platos más sobre la mesa no pueden darla a nadie. Pero un pensamiento lúgubre, que hacía algún tiempo amargaba todos sus sueños, le cruzó por la mente. Ella era ya una vieja; sí, una vieja; no había que forjarse ilusiones. A Estefanía le costaba cada vez más trabajo ocultar las hebras plateadas que en sus rubios cabellos aparecían.
Al echar una mirada a su doncella reflejada en el espejo, creyó observar algo extraño en sus ojos. Se volvió para mejor verlo. En efecto, Estefanía los tenía enrojecidos. ¡Tú has llorado, chica! ¿Yo?... No, señora, no. La manera de negarlo era hipócrita. La señora no tuvo necesidad de insistir mucho para que se lo confesase y aun la causa de su llanto.
Palabra del Dia
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