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Sólo ella no tenía amor; ella y los niños pobres que lamían los cristales de las confiterías eran los desheredados. Una ola de rebeldía se movía en su sangre, camino del cerebro. Temía otra vez el ataque.

Muchos de nosotros, desheredados todavía, viven en las alcantarillas de los palacios que habitan sus hermanos más felices que ellos; miles y millones de individuos del mundo civilizado habitan chozas estrechas y húmedas, grutas artificiales bastante más insanas que las cavernas naturales donde se refugiaban nuestros antepasados.

Eran, siempre, obras de títulos sugestivos: «Galera de la inocencia», «Espejo milagroso», «Tristeza de los desheredados...» ¡El tipo venerable, el papel amarillento, la grave encuadernación frailuna, la cintita verde marcando la página, todo esto me encantaba!

A los pueblos pobres sólo les queda el recurso de callar o indignarse inútilmente, como lo hacen los desheredados ante los detentadores de la propiedad. El pueblo más cobarde del globo, o el más sedentario, puede ser guerrero invencible o conquistador glorioso si tiene dinero.

Cuando vagaba al anochecer por el centro de Madrid, dejábase abordar en la Puerta del Sol y la acera de la calle de Sevilla por los vagabundos del toreo que forman corrillos en estos puntos, hablando de sus hazañas junto a los cómicos sin contrata y murmurando de los maestros con una rabia de desheredados.

El amor a los desgraciados me domina, hasta el punto de embotar mis sentidos. Soy como el ebrio y el jugador, que, obsesionados por su afición, nada sienten ante la mujer. El hombre de estudio, enfrascado en los libros, experimenta muy débilmente los llamamientos del sexo. Mi pasión es la lástima por los desheredados, el odio a la injusticia y la desigualdad.

Los establecimientos de beneficencia están admirablemente comprendidos y organizados en Viena: los pobres, esos desheredados de la fortuna, que el mundo apénas se digna mirar, la religion suavísima y tierna del Crucificado los recoje cariñosa y los abriga con amor en sus templos hospitales: los de Viena dejan muy poco que desear, son admirables.

Sus brazos eran débiles, sus manos delicadas; ni siquiera poseía el vigor físico de un mozo de cordel para ganarse la subsistencia. Recordaba con amargura las declamaciones que muchas veces había leído sobre la miseria de los desheredados de la clase obrera. ¡Ay! Ellos, al menos, no perecían de hambre en medio de la calle.

El anti-igualitarismo de Nietzsche que tan profundo surco señala en la que podríamos llamar nuestra moderna literatura de ideas , ha llevado a su poderosa reivindicación de los derechos que él considera implícitos en las superioridades humanas, un abominable, un reaccionario espíritu; puesto que, negando toda fraternidad, toda piedad, pone en el corazón del super hombre a quien endiosa un menosprecio satánico para los desheredados y los débiles; legitima en los privilegiados de la voluntad y de la fuerza el ministerio del verdugo; y con lógica resolución llega, en último término, a afirmar que «la sociedad no existe para sino para sus elegidos». No es, ciertamente, esta concepción monstruosa la que puede oponerse, como lábaro, al falso igualitarismo que aspira a la nivelación de todos por la común vulgaridad.

Poner su mano los hombres sobre cuanto existe en el mundo será la obra santa, la revolución redentora del porvenir; apoderarse ahora unos cuantos de lo que con arreglo a la moral imperante no es suyo, resulta un delito para las leyes burguesas, y para es un atentado contra los desheredados, únicos dueños de lo existente...