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Para mostrar ahora cómo ambas enseñanzas universales de la ciencia pueden traducirse en hechos, conciliándose, en la organización y en el espíritu de la sociedad, basta insistir en la concepción de una democracia noble, justa; de una democracia dirigida por la noción y el sentimiento de las verdaderas superioridades humanas; de una democracia en la cual la supremacía de la inteligencia y la virtud únicos límites para la equivalencia meritoria de los hombres , reciba su autoridad y su prestigio de la libertad, y descienda sobre las multitudes en la efusión bienhechora del amor.

Y lo afirmativo de la democracia y su gloria consistirán en suscitar, por eficaces estímulos, en su seno, la revelación y el dominio de las verdaderas superioridades humanas. Con relación a las condiciones de la vida de América, adquiere esta necesidad de precisar el verdadero concepto de nuestro régimen social un doble imperio.

La democracia, a la que no han sabido dar el regulador de una alta y educadora noción de las superioridades humanas, tendió siempre entre ellos a esa brutalidad abominable del número que menoscaba los mejores beneficios morales de la libertad y anula en la opinión el respeto de la dignidad ajena.

En todos ellos hay un derecho idéntico para aspirar a las superioridades morales que deben dar razón y fundamento a las superioridades efectivas; pero sólo a los que han alcanzado realmente la posesión de las primeras, debe ser concedido el premio de las últimas.

La extrema sencillez de su traje, de sus maneras y de su vida todo era excusa de superioridades que ninguno de los que le trataban hubiera sospechado. Todos en Villanueva le habían visto nacer, crecer, y después de algunos años de ausencia tornar al país natal y arraigarse en él.

Cabe pensar en que progresivamente se encarnen, en los sentimientos del pueblo y sus costumbres, la idea de las subordinaciones necesarias, la noción de las superioridades verdaderas, el culto consciente y espontáneo de todo lo que multiplica, a los ojos de la razón, la cifra del valor humano.

Por otra parte, nuestra concepción cristiana de la vida nos enseña que las superioridades morales, que son un motivo de derechos, son principalmente un motivo de deberes, y que todo espíritu superior se debe a los demás en igual proporción que los excede en capacidad de realizar el bien.

Toda igualdad de condiciones es en el orden de las sociedades, como toda homogeneidad en el de la Naturaleza, un equilibrio instable. Desde el momento en que haya realizado la democracia su obra de negación con el allanamiento de las superioridades injustas, la igualdad conquistada no puede significar para ella sino un punto de partida. Resta la afirmación.

La democracia y la ciencia son, en efecto, los dos insustituíbles soportes sobre los que nuestra civilización descansa, o, expresándolo con una frase de Bourget, las dos «obreras» de nuestros destinos futuros. «En ellas somos, vivimos, nos movemos». Siendo, pues, insensato pensar, como Renán, en obtener una consagración más positiva de todas las superioridades morales, la realidad de una razonada jerarquía, el dominio eficiente de las altas dotes de la inteligencia y de la voluntad, por la destrucción de la igualdad democrática, sólo cabe pensar en la educación de la democracia y su reforma.

El deber del Estado consiste en predisponer los medios propios para provocar, uniformemente, la revelación de las superioridades humanas, donde quiera que existan. De tal manera, más allá de esta igualdad inicial, toda desigualdad estará justificada, porque será la sanción de las misteriosas elecciones de la Naturaleza o del esfuerzo meritorio de la voluntad.