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Siempre le quedaba en el fondo del corazón un sentimiento de despecho contra aquellas relaciones que no le traían ninguna viva emoción, ni siquiera nuevos placeres. La de ahora ofrecía una originalidad que la encantaba. Su amante era un niño a quien casi doblaba la edad. Había comenzado a adorarla por el parecido que la hallaba con su madre.

A pesar de que allí se me trataba con mimo, confieso que me cargaba a más no poder la tal Doña Flora, y que a sus almibaradas finezas prefería los rudos pescozones de mi iracunda Doña Francisca. Era natural: su intempestivo cariño, sus dengues, la insistencia con que solicitaba mi compañía, diciendo que le encantaba mi conversación y persona, me impedían seguir a mi amo en sus visitas a bordo.

Si todo esto no lo ordenase nuestra religión, lo mandaría el sentido común. La religión es toda razón, desde el dogma más alto hasta el pormenor menos importante del rito». Aquella conformidad de la fe y de la razón encantaba a la Regenta. ¿Cómo tenía ella veintisiete años y jamás había oído esto? No se había atrevido a preguntárselo al Magistral, pero tiempo habría.

Prescindo del interés que como escritor me induce a desear que los libros se vendan a fin de hallar en componerlos medio honrado de ganar la vida. Y libre mi criterio de esta seducción, diré en breves frases lo que en pro de ambos pareceres se presenta a mi espíritu. Cuando era yo mozo, me encantaba la lectura de un tratado del célebre Alfieri, cuyo título es Del Príncipe y de las letras.

En aquel mismo punto quedó concertado el lance, como en aquel tiempo galano en que los poetas hampones se batían por un soneto en las encrucijadas del viejo París. Caía la media noche cuando los combatientes se hallaban junto a la puerta del cementerio de San Martín. El claro de luna encantaba melancólicamente la fúnebre decoración.

Gigantesca siempre, variada al principio, encantaba donde quiera, presentando las mas hermosas vistas sobre los altos peñascos de la orilla, ó en los pabellones de lujosa verdura que venian á extender sus flotantes encajes de parásitas y enredaderas sobre la playa misma, á donde sale á calentarse, en lechos de arena calcinada, el temible y monstruoso caiman, terror de los habitadores de las ondas.

No la movía el interés; no la deslumbraba el brillo del oro y de la pedrería. Lo que la encantaba era la locura misma que D. Jaime hacía por ella, el desprendimiento generoso y el sacrificio desmedido que representaba aquel regalo, en proporción a la fortuna de D. Jaime. El regalo, pues, si ya no hubiese estado doña Luz tan prendada, hubiera acabado de enamorar y seducir su corazón.

A veces, paseando de noche por las calles De la dulce guitarra el éco me encantaba, Cuando el amante tierno un Triste modulaba Al pié de los balcones del ángel de su amor. Mientras, tal vez la niña oyendo las canciones Que desde la ventana le enviaba su querido, Entre cendales albos el plácido sonido Llenaba su alma y mente de plácida ilusion.

Volvía al fin tan afectuosa que me encantaba, seductora hasta el punto de maravillarme; la poesía; y como les sucede a quienes un exceso de luz les perturba la vista, nada advertía yo más allá del confuso deslumbramiento que me enceguecía. Gracias a la ausencia de razonamiento, mejor dicho, a mi ceguera, me sumergí en los meses siguientes como si hubiera entrado en lo infinito.

Observó entonces que la imagen de María Teresa, que antes lo encantaba, se convertía ahora en fuente de preocupaciones tristes, y pensaba: Quiero amarla, pero no con la perspectiva de tantas molestias. Estoy ya descorazonado y hastiado. No hay nada igual a estas terribles cuestiones de la lucha por la vida, para sofocar todo noble impulso de amor.