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Antes de que hubiera pronunciado palabra, ya sabía Obdulia qué iba a decirle y en qué forma poco más o menos; le conocía como si pasara la vida dentro de su cerebro. Aquella habilidad frailuna hecha de lugares comunes se estrellaba contra la viva imaginación, el ingenio sutil y la perspicacia de la joven beata. Respondiole en el mismo tono persuasivo, untuoso, que el clérigo había adoptado.

La aristocracia, creía ella, que dormitaba siglos hacía en dorada servidumbre, y que, contenta o resignada con vanas distinciones áulicas, dejaba el influjo y el mando a los Cisneros, los Pérez y los Vázquez, habiendo sido España una democracia frailuna, y ganando ahora con ser algo parecido a una mesocracia seglar.

Fray Diego de Chaves, acercándose a una de las ventanas, púsose a mirar hacia el campo. El monarca más poderoso de la tierra, el rey taciturno y papelero, estaba sentado en una silla frailuna, con una pierna extendida sobre un taburete y el codo apoyado en una tosca mesa de roble, anotando sin cesar, con su propia mano, pilas enormes de documentos.

Oía la frailuna voz de la devota; veía extraños y complicados resplandores, partidos de la lámpara del viejo; veía la rojiza diafanidad de sus orejas como dos lonjas de carne incandescente; veía la enormidad de su calva iluminada como un planeta; y por último, todos estos confusos y desfigurados objetos se desviaban, dejando todo el fondo obscuro de las visiones para la imagen de Clara que, no desfigurada, sino en exacto retrato, se le representaba, alzando la vista de una labor interrumpida para mirarle.

En todo cuanto decía su pobre marido encontraba ella pensamientos pecaminosos; todas las acciones de él eran mundanas: le quemaba los libros, le sacaba el dinero para obras pías, le llenaba la casa de padres misioneros, teatinos y premostratenses; y en cuanto se hablaba do conciencia y de pecados, empezaba á mentar los de todo el mundo, sacando á la publicidad de una tertulia frailuna la vida y milagros del vecindario, para condenarla como escandalosa y corruptora de las buenas costumbres.

Y para que mayor sea el contraste, suena de vez en cuando, entre esas rudas voces que traen la impresión de resaca de la playa, la voz medio marítima, medio frailuna, del padre Apolinar, el tipo de fraile más asombroso que yo he visto en novelas, desde el Fra Cristóforo, de Manzoni, personaje de más noble alcurnia que el de Pereda, pero no más rico que él de aquella elevación moral, que por lo mismo que nace como fruto espontáneo y agreste, y se desarrolla sin más riego que el de los cielos, trae estampado el sello de primitiva grandeza que acompaña a la fuerza del bien cuando se desenvuelve sin conciencia de propia.

Eran, siempre, obras de títulos sugestivos: «Galera de la inocencia», «Espejo milagroso», «Tristeza de los desheredados...» ¡El tipo venerable, el papel amarillento, la grave encuadernación frailuna, la cintita verde marcando la página, todo esto me encantaba!