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Estaba aislada, cerca del camino, y tenía delante una corralada; por detrás, miraba a la finca donde Andrés había penetrado de improviso, y tenía puerta para el servicio de ella. Llamaban a aquel sitio el Molino, por más que no estuviese allí, sino un poco más lejos. Tomás y su familia no eran conocidos más que por «los del MolinoTomás el molinero, Rosa del molino, Rafael el del molinero, etc.

Al salir de la corralada tuvo don Simón la curiosidad de fijar la vista en la fachada del caserón. Era de piedra amarillenta, y estaba cubierto de blasones, de musgo... y de rendijas; el alero se caía, y los balcones se desmayaban. Allí no se había gastado un real en reparaciones durante muchos años. ¿Estaría don Recaredo decidido a que fenecieran juntos el solar y el solariego?

Preguntó el jayán que alumbraba quienes eran los de afuera; respondieron éstos cumplidamente, y los hizo entrar en una corralada, donde fueron recibidos por un perrazo que se adivinaba por los feroces ladridos, que no cesaban un punto, y por el crujir de la cadena con que estaba amarrado, pues la luz del farol no alcanzaba tres varas más allá del hombre que le sostenía.

«¡Hora y media en la oficina! se dijo al salir del palacio, entre avergonzado y contento ; ¡y él que creía no haber pasado allí veinte minutos!». Cuando se vio otra vez al aire libre, en la Corralada, De Pas respiró con fuerza... se le figuraba aquel día, que salir de Palacio era salir de una cueva.

Don Fermín estaba en ascuas. ¿Qué le importaba a él? Pues estaba en ascuas. Andaba a la ventura, sin saber a dónde ir. Se encontró a la puerta de su casa. Dio media vuelta y, seguro de que nadie le había visto, apretó el paso bajando por un callejón que conducía a la plazuela de Palacio, a la Corralada. «¡Mi madre! pensó. No se había acordado de ella en toda la tarde».

Guióme Neluco y seguíle yo: estaba abierta la portalada, embutida entre la torre y un extremo de los edificios que forman dos lados de la espaciosa corralada en que entramos, cerrándola por el otro lado un muro que une otra esquina de la torre con la fachada frontera de la escuadra de edificios.

Y todos los días, durante un siglo, chirriaban al amanecer las puertas del caserío vasco, del tapial pardo de Castilla, del casuchín morisco enjalbegado y oprimido en la calleja andaluza, de la corralada extremeña envuelta en olor de estiércol cerduno, y los mozos emprendían la marcha, ligeros de ropa y ágiles de piernas, cantando como los mancebos que encontraba Don Quijote en sus correrías, con una vieja espada al hombro a guisa de bordón de peregrino y pendiente de ella el hato de ropa con toda su fortuna: unas calzas nuevas, los gregüescos, dos camisas, un rosario, unos naipes gastados, lo más preciso para llegar a virrey o a marqués de título sonoro y exótico al otro lado del mar.

Sumido en la sombra de la Catedral, ocupaba un lado entero de la plazuela húmeda y estrecha que llamaban «La Corralada». Era el palacio un apéndice de la Basílica, coetáneo de la torre, pero de peor gusto, remendado muchas veces en el siglo pasado y el presente.

Estos eran tres, aunque en una sola pieza y de una misma altura, y de distinta época cada uno de ellos; pero todos más modernos que la torre, particularmente el principal. No era esta casa tan ostentosa como la de los Pomares de Promisiones; pero tan «bien nacida», y desde luego más rancia de linaje. Buena huerta y grandes cercados en las inmediaciones de la corralada.

Cada cual se iba después para su casa y tranquilos y felices dejaban caer sus miembros fatigados sobre dos blandos colchones, tan blandos y esponjados como pudieran tenerlos el juez de la Pola ó el capitán de Entralgo. Los enviados rodearon la huerta y desembocaron en una espaciosa corralada abierta delante de las tres casas.