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Apagué en seguida la lámpara que tenía en la mano y volví a colgarla del gancho fijo en la pared. Está obscuro. Se ha apagado la lámpara. ¿Tienes fósforos? dijo Bersonín. Pero había llegado el momento. Antes de que pudieran hacer luz bajé cuan aprisa pude los escalones y me lancé contra la puerta, cuyo cerrojo había descorrido Bersonín y que cedió al golpe.

¿Cómo vigilan ahora al Rey? pregunté, recordando que dos de los Seis habían muerto y que igual suerte había cabido a Máximo Holf. Dechard y Bersonín están de guardia por la noche y Ruperto Henzar y De Gautet, de día contestó Juan. ¿No más que dos a la vez?

No sería culpa mía si lograba regresar a la otra orilla. Los restantes con quienes tenía que habérmelas eran tres: dos de guardia y De Gautet dormido. ¡Ah, si hubiera tenido las llaves en mi poder! Con ellas lo hubiera arriesgado todo y atacado a Dechard y Bersonín antes de que sus secuaces pudieran acudir en su auxilio.

Aunque Dechard tenía serenidad y valor, carecía del ímpetu y la osadía increíble de Henzar. También contaba yo con que, siendo Dechard el único entre ellos verdaderamente adicto al Duque, dejase solo a Bersonín guardando al Rey y se precipitase hacia el puente para tomar parte en la lucha al lado opuesto. Tal era mi plan, verdaderamente desesperado.

Títulos ambos, repuse, que los hacen igualmente acreedores a toda mi estimación. Uno tras otro se adelantaron y besaron mi mano. De Gautet, un sujeto alto, delgado, de erizados cabellos y retorcido bigote. El belga Bersonín, personaje grueso, de mediana estatura y calvo, aunque no contaba mucho más de treinta años.

Pero Dechard no tardó en desasirse y en atravesar con su espada al indefenso médico. Después se volvió hacia , gritándome: ¡Por fin! Cruzamos los aceros. Por fortuna mía, ni él ni Bersonín tenían a mano los revólvers al sorprenderlos yo. Los encontré más tarde, cargados, en la otra habitación, sobre la repisa de la chimenea. Empezamos, pues, el combate con armas iguales.

¡Ábrala usted! exclamó Dechard. ¡Se abre hacia fuera! ¡Qué diantres, Bersonín gritó impaciente Dechard. ¿Tienes miedo a un hombre solo? Me sonreí al oírle y en el mismo instante se abrió la puerta violentamente. La luz de una linterna me mostró a los tres rufianes agrupados en el umbral y apuntando con sus revólvers. Lancé un grito y me precipité sobre ellos a la carrera.

Espero que no se contarán entre los otros enfermos mis tres buenos amigos De Gautet, Bersonín y Dechard continué. Del último he oído decir que está herido. Laugrán y Crastein hicieron una feísima mueca, pero el joven Henzar se sonrió al decir: Dechard espera hallar muy pronto bálsamo eficaz para su herida.

Los señores de Gautet, Bersonín y Dechard le siguieron una hora más tarde, llevando el último un brazo en cabestrillo. Se ignora la causa de la herida, pero se sospecha que ha tenido un duelo, en el que figura como causa una mujerInformes auténticos observé, alegrándome al saber que el bribón tenía buena memoria mía.

Pero no tardó en exclamar Federico: «¡La puerta está abierta! ¡Y hay luz en la celdaBajaron resueltamente y en la primera celda sólo hallaron el cadáver de Bersonín, lo que les impulsó a dar gracias a Dios, exclamando Sarto: «¡No hay duda! ¡Raséndil ha pasado por aquí