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Tampoco lo olvido yo dijo el coronel fumando gravemente, pero siempre habrá tiempo de pensar en ello mañana. ¡Ah, viejo Sarto! exclamó el Rey. ¡Bien dicho! Cada cosa a su tiempo. Andando, señor Raséndil. Y a propósito, ¿qué nombre le han puesto a usted? El mismo de Vuestra Majestad contesté inclinándome. ¡Bravo! Eso prueba que no se avergüenzan de nosotros repuso riéndose. ¡Vamos, primo Rodolfo.

Dirigió luego una rápida mirada a Flavia y prosiguió, bajando la voz: Se cree que ha venido en seguimiento de una mujer. ¿Ha oído hablar Vuestra Majestad de cierta señora de Maubán? dije mirando involuntariamente hacia el castillo. Esa dama llegó a Ruritania al mismo tiempo que el Raséndil de quien habla usted. El prefecto me miró fijamente, como interrogándome.

, últimamente. Antes... antes no era así. El orgullo del triunfo embargó mi ánimo. ¡Era yo, Rodolfo Raséndil, quien la había conquistado! ¿No me amabas antes? pregunté rodeándole el talle con mi brazo. Me miró sonriente y dijo: ¿Será tu corona? Este nuevo sentimiento se me despertó en el día de la coronación. ¿No antes? le pregunté ansioso.

Se había mostrado fuera del castillo, no tomándose siquiera la molestia de explicar o excusar su ausencia. El tiempo apremiaba. Por una parte me preocupaban los rumores e investigaciones de que he dado cuenta, con motivo de la desaparición de Raséndil; y por otra, sabía que mi ausencia de la capital ocasionaba vivo descontento.

Veamos, coronel; es decir que el señor Raséndil me haría un servicio si... Eso, eso; Vuestra Majestad puede darle la forma más cortés y diplomática que juzgue conveniente dijo Sarto sacando del bolsillo una enorme pipa. ¡Basta, señor! exclamé dirigiéndome al Rey. Hoy mismo saldré de Ruritania. ¡Eso no! exclamó el Rey.

Miguel, por su parte, amaba a la Princesa y no dudo que hubiera matado al Rey, a mi otro rival, sin el menor escrúpulo; pero no sin quitar antes de en medio a Rodolfo Raséndil. En todo esto iba pensando yo por el camino, y no había permanecido más de una hora en la casa cuando se presentó una imponente embajada enviada por el Duque.

Todos creyeron que algún alto personaje, deseoso de guardar el incógnito, había tomado el tren en aquella insignificante estación; cuando en realidad no era otro que Rodolfo Raséndil, caballero inglés, segundón de buena casa; pero, en fin, hombre de no gran fortuna, posición ni rango.

No tardó en aparecer un joven, a cuya vista lancé una exclamación de asombro; y él, al verme, retrocedió un paso, no menos atónito que yo. A no ser por mi barba, por cierta expresión de dignidad debida a su alto rango y también por media pulgada menos de estatura que él podía tener, el rey de Ruritania hubiera podido pasar por Rodolfo Raséndil y yo por el rey Rodolfo.

Fue esta dama la condesa Amelia, cuyo retrato quería retirar mi cuñada del lugar que ocupaba en la casa de mi hermano; y su esposo fue Jaime, cuarto conde de Burlesdón y vigésimo-segundo barón Raséndil, inscrito bajo ambos títulos en la «Guía Oficial de los Pares de Inglaterra,» y caballero de la Orden de la Jarretiera.

Una amenaza es más de lo que muchos obtienen de replicó Miguel. Lo cual no impide que Raséndil, a pesar de tantas amenazas, siga vivo. ¿Soy yo acaso responsable de las torpezas de los que me sirven? En cambio Vuestra Alteza no corre el riesgo de cometer torpezas replicó Ruperto con sorna. No podía decírsele más claro a Miguel que evitaba el peligro.